Sin electricidad, con
el cielo cerrado, y una mortaja perpetua de lluvia; era como si la luz hubiese
muerto.
—¿Qué coño pasa? —preguntó
Rodrigo al asomarse por una ventana destrozada de la Torre David.
El vértigo le causó
náuseas.
Tenía que salir de allí.
La Torre David estaba
en pie de milagro. Con las entrañas de los primeros pisos destrozadas, el cuerpo
del edificio estaba inclinado; su cabeza unida con la torre contigua en un beso
de vidrios rotos, concreto despedazado y cadáveres.
Cuando la torre se sacudió, Rodrigo recordó el 9/11 y la avalancha de humo que se tragó a las personas que corrían desesperadas.
«Pensé que moriría
aplastado».
Rodrigo bajó como
pudo y al cabo de rato estaba empapado. Con cada paso sintió que sus zapatos eran
bocas gigantes que le chupaban los pies. Sus vaqueros se volvieron pesados, y
la camisa se le pegó al cuerpo.
Sonrió.
«Y así me gustaba
jugar al fútbol de niño, bajo la lluvia, con una gorra chorreando».
Rodrigo no supo por
qué le vino eso a la mente, pero recordó cuando él y sus amigos se escabullían
a la casa del viejo Bruno, en pleno aguacero, para una partida envuelta en
truenos y relámpagos.
Mientras se tapaba con
su chaqueta no quiso admitir que extrañaba ese maldito pueblo. Ese caserío en el
que todos los días se sentían aletargados como un domingo. Esa habitación que se
le antojaba tan sofocante como el interior de un ataúd.
Rodrigo chasqueó la lengua.
«¿Y por qué lo
extrañas entonces?»
A Rodrigo le pareció
que la vida era más simple.
—Dios. La vida era
más fácil esta mañana —dijo al caer en cuenta de la magnitud del desastre.
Haber llegado tarde, el regaño del señor Yamaoka... Todo eso parecía poca cosa ahora que comenzaba
a deambular por el laberíntico mausoleo en el que se había transformado la
ciudad.
Todo era un caos de
escombros, autos sin vida, llamas amarillas y rojas serpenteando dentro de
apartamentos, escritorios mutilados en las calles, y cristales acechando en
medio de un mar de objetos huérfanos.
«Pero casi no hay
cuerpos», pensó antes de echar a correr al darse cuenta de lo que tenía sobre
su cabeza.
Apenas y sostenido
por unos cables, un helicóptero de la emisora 96.9 FM, de esos que van hablando del
tráfico, estaba colgado en unos cables de alta tensión como una mosca atrapada en
una tela de araña.
Una vez lejos del helicóptero
miró a los lados, y no encontró un solo alma por la calle. Rodrigo se limitó a
quedarse quieto, deseando escuchar algo o ver a alguien. De repente, sintió el
impulso de echar a correr, gritar, buscar ayuda. ¿Pero quién lo ayudaría?
—Estoy solo.
En el medio de la
calle, entre un Honda hecho añicos, un Aveo humeante y una Gran Cherokee en
perfecto estado, excepto por manchas de sangre en el interior de los cristales
del asiento trasero, Rodrigo caminó temblando.
Quiso tragar, pero no
pudo. Se volvió muy consciente de que tenía un capa de saliva pastosa en la
lengua.
—¿Hola? —preguntó
justo antes de maldecirse por perpetuar el cliché de las películas de miedo.
«¿Quién dice "hola" en medio de una ciudad que parece sacada de una película de Jorge Romero?»
—Yo —dijo molesto
consigo mismo—. Ese es quien. Maldita sea.
Rodrigo consultó el reloj
y se percató que tampoco funcionaba. Siguió moviéndose calle abajo y contempló
la oscuridad, dudando si pedir ayuda en voz alta. No lo hizo. Con tanto
silencio, el sonido de su propia voz lo ponía nervioso.
De pronto, estiró el
cuello y puso los ojos como platos al sentir que un escalofrío le recorría la
espalda. Rodrigo se inclinó hacia un lado, girando la cabeza para escuchar mejor. Un
ruido, un ruido había cortado el silencio.
Esta vez sí estaba
seguro.
No se encontraba
solo.
Continuará...
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