domingo, 26 de enero de 2014

El Infierno de los Suicidas. capítulo 31: Rodrígo

Sin electricidad, con el cielo cerrado, y una mortaja perpetua de lluvia; era como si la luz hubiese muerto.

—¿Qué coño pasa? —preguntó Rodrigo al asomarse por una ventana destrozada de la Torre David.

El vértigo le causó náuseas.

Tenía que salir de allí.


La Torre David estaba en pie de milagro. Con las entrañas de los primeros pisos destrozadas, el cuerpo del edificio estaba inclinado; su cabeza unida con la torre contigua en un beso de vidrios rotos, concreto despedazado y cadáveres.

Cuando la torre se sacudió, Rodrigo recordó el 9/11 y la avalancha de humo que se tragó a las personas que corrían desesperadas.

«Pensé que moriría aplastado».

Rodrigo bajó como pudo y al cabo de rato estaba empapado. Con cada paso sintió que sus zapatos eran bocas gigantes que le chupaban los pies. Sus vaqueros se volvieron pesados, y la camisa se le pegó al cuerpo.

Sonrió.

«Y así me gustaba jugar al fútbol de niño, bajo la lluvia, con una gorra chorreando».

Rodrigo no supo por qué le vino eso a la mente, pero recordó cuando él y sus amigos se escabullían a la casa del viejo Bruno, en pleno aguacero, para una partida envuelta en truenos y relámpagos.

Mientras se tapaba con su chaqueta no quiso admitir que extrañaba ese maldito pueblo. Ese caserío en el que todos los días se sentían aletargados como un domingo. Esa habitación que se le antojaba tan sofocante como el interior de un ataúd.

Rodrigo chasqueó la lengua.


«¿Y por qué lo extrañas entonces?»

A Rodrigo le pareció que la vida era más simple.

—Dios. La vida era más fácil esta mañana —dijo al caer en cuenta de la magnitud del desastre.

Haber llegado tarde, el regaño del señor Yamaoka... Todo eso parecía poca cosa ahora que comenzaba a deambular por el laberíntico mausoleo en el que se había transformado la ciudad.  

Todo era un caos de escombros, autos sin vida, llamas amarillas y rojas serpenteando dentro de apartamentos, escritorios mutilados en las calles, y cristales acechando en medio de un mar de objetos huérfanos.

«Pero casi no hay cuerpos», pensó antes de echar a correr al darse cuenta de lo que tenía sobre su cabeza.

Apenas y sostenido por unos cables, un helicóptero de la emisora 96.9 FM, de esos que van hablando del tráfico, estaba colgado en unos cables de alta tensión como una mosca atrapada en una tela de araña.

Una vez lejos del helicóptero miró a los lados, y no encontró un solo alma por la calle. Rodrigo se limitó a quedarse quieto, deseando escuchar algo o ver a alguien. De repente, sintió el impulso de echar a correr, gritar, buscar ayuda. ¿Pero quién lo ayudaría?

—Estoy solo.


En el medio de la calle, entre un Honda hecho añicos, un Aveo humeante y una Gran Cherokee en perfecto estado, excepto por manchas de sangre en el interior de los cristales del asiento trasero, Rodrigo caminó temblando.

Quiso tragar, pero no pudo. Se volvió muy consciente de que tenía un capa de saliva pastosa en la lengua.

—¿Hola? —preguntó justo antes de maldecirse por perpetuar el cliché de las películas de miedo.

«¿Quién dice "hola" en medio de una ciudad que parece sacada de una película de Jorge Romero?»

—Yo —dijo molesto consigo mismo—. Ese es quien. Maldita sea.

Rodrigo consultó el reloj y se percató que tampoco funcionaba. Siguió moviéndose calle abajo y contempló la oscuridad, dudando si pedir ayuda en voz alta. No lo hizo. Con tanto silencio, el sonido de su propia voz lo ponía nervioso.

De pronto, estiró el cuello y puso los ojos como platos al sentir que un escalofrío le recorría la espalda. Rodrigo se inclinó hacia un lado, girando la cabeza para escuchar mejor. Un ruido, un ruido había cortado el silencio.

Esta vez sí estaba seguro.

No se encontraba solo.

Continuará...

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domingo, 19 de enero de 2014

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 30: Víctor

Una mancha roja cubrió el sol, el mar, y una pequeña casita en la pradera.

Víctor levantó el pie al escuchar un crac bajo su zapato, y vio que uno de los crayones de cera de Heather ahora parecía una pasta sanguinolenta en el dibujo de su hija.

«¿Dónde está?»



—¡Heather! —Víctor la llamó desesperado, una y otra vez.

Cada centímetro de su cocina estaba como lo había dejado cinco minutos antes: Los feos gabinetes, los trastos sucios que siempre terminaban apiñados hasta el fin de semana, la lámpara-ventilador que había en el techo… Todo igual. Excepto por su hija. Su hija no estaba en ninguna parte.

Antes de subir las escaleras, Víctor fue al closet. Por un instante creyó que la vería escondida entre las frazadas, abrazando a ‘Alfiler’, su peluche con forma de cactus.

—Son los truenos, papi —le diría Heather.

Y Víctor entendería, la abrazaría.

Pero eso nunca sucedió.

Heather no estaba allí.


Víctor intentó rehuir sus entrañas heladas y tumbó un par de cajas en la que se leía ‘Diana’, hasta encontrar las linternas. Tenía dos. Ninguna funcionó.

—Coño —murmuró apretando la quijada.

El enervante ruido de la lluvia lo enloquecía, pero era cuando los relámpagos fulminaban, en medio de un colosal desplome de truenos, que su corazón desbocado llegaba al filo del infarto.

—Vamos —masculló mirando el inservible aparato en sus manos. Víctor presionó el interruptor con tanta fuerza que se le clavó debajo de la uña. «Una pesadilla», dijo una voz en su interior, antes de que estrellara ambas linternas contra el piso—. ¡Maldición!

A oscuras, subió las escaleras de dos en dos, hasta que tuvo que detenerse y apoyarse en el pasamano. La vieja herida de fútbol le estaba castigando la pierna.

—Heather, no estés jugando —dijo queriendo escuchar una respuesta.

Nada.

Nadie.

Su alcoba, de por sí cargada de ese aire triste que se respira en los funerales, le pareció incluso aterradora. Así, con el mundo lavado de colores, todo parecía irreal y frágil. Como si bastara con tocar una pared para que esta se deshiciera en pedazos.

Víctor miró debajo de la cama, en el armario, detrás de las fantasmales cortinas blancas. La soledad era sobrecogedora, absoluta. Derrotado, se sentó en la cama y negó con la cabeza. Sin quererlo, Víctor movió la mano sobre las sábanas esperando encontrar a su esposa.

Pero estaba solo.


Únicamente tenía a Heather, y ahora…

—No tienes tiempo para pensar estupideces —se dijo.

De nuevo, Víctor revisó cada rincón de la casa. Incluso salió al patio trasero, solo para encontrar un triciclo caído sobre la grama descuidada.

—¡Heather! —gritó a todo pulmón.

Víctor miró a los lados sin encontrar a nadie.

Dentro, empapado hasta los huesos, siguió hasta el pequeño cuarto de lavado, tras recordar que hacía poco su hija había pretendido en juego que la lavadora era su transbordador espacial.

—Lo voy a usar para ir al cielo y ver a mami —le había dicho Heather.

—¿Hija? —preguntó Víctor, pero lo único que encontró fue un jean arrugado que había olvidado recoger—. ¡Aghh!

De un manotazo, Víctor tumbó unos potes medio vacíos de detergentes, pateó una lata de pintura, tiró al suelo el coleto, y despedazó el palo de la escoba al golpearlo contra el marco de la puerta.

Víctor sintió un dolor familiar en la lengua, una sed que no se calmaba con agua; así que regresó a la cocina y masticó una aspirina. La rumió hasta que la amarga mezcla que se metía entre los dientes lo hizo olvidar las ganas de buscarse una botella.

—Heather —murmuró.

Ya no la llamaba. Dijo su nombre inseguro de que tuviera significado alguno, como quien se repite algo por temor a olvidar.

De inmediato, agarró las llaves del auto y se detuvo en la puerta. Su mano apenas y rozaba el pomo. ¿Y si su hija estaba atropellada afuera? ¿Y si Heather había encontrado una soga y se había ahorcado en el árbol junto al porche de los Wilson? ¿Será que su pequeña había sido secuestrada?

Nada de eso era real.

Pero podría serlo una vez abriese la puerta.


Y sin embargo, aunque jamás lo imaginó, la realidad que encontraría afuera sería mucho peor a todos sus temores. 

Continuará...

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