jueves, 29 de agosto de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 9: RODRIGO

Rodrigo Ramírez estaba esperando un autobús en el que no quería montarse, para asistir a una boda a la que no quería ir.


«Qué jodido que seas mi mejor amigo,» pensó al enfocarse en el cigarrillo entre sus dedos antes de darle una bocanada tan íntima como un beso. 

Sí. Malboro le había arrebatado a su padre y a su abuelo. Sin embargo, era la única constante en su vida. No le criticaba, no le abandonaba. ¡Coño! Hasta le daba confianza.


«Si eso no es un amigo, no sé qué lo sea».

Algo especialmente cierto ahora que sus amigos se habían distanciado, según decían, por su culpa.

—Es que pareces disco rayado —le había dicho Nina, una de sus compañeras de trabajo.

—Tienes 21, Nina. Jamás has visto un disco en tu vida —comentó Andy, un tipejo amanerado que solo rondaba cuando había licor en los vasos y nicotina en el ambiente.

—La expresión aplica, ¿no? —dudó Nina.

Andy asintió:

—Rodrigo llega por la puerta, la diversión sale por la ventana.

«Basta. Eso fue hace meses», se dijo Rodrigo al mirar su reloj de pulsera. «Preocúpate por llegar al maldito trabajo».

Su trabajo: una boda.


Una boda donde todos beben, todos comen, todos disfrutan...

«Excepto yo».

Su trabajo le restregaba en la cara que sí había gente progresando, moviéndose hacia adelante (y celebrándolo con champagne) mientras él estaba estancado sirviendo canapés. 

Ni el viaje en autobús ni la llegada a la Torre Wyndham-Price cambiaron su humor.

—¡Ramírez!  —dijo su jefe, el señor Yamaoka. Él sí que cambiaría su humor, solo que para empeorarlo.

Rodrigo apretó los párpados.

«Aquí vamos de nuevo.»

Su jefe era un hombrecillo mezquino. El tipo de persona que encuentra placer malsano en tener dinero que nunca gastará. Jamás tomaba vacaciones y solo compraba cosas por necesidad. Necesidades que incluían ropa de marca para lucir presentable ante sus clientes.

«Muy temprano para los zapatos de vestir, pero no para su look de Tiger Woods wanna be

—Tranquilo. No hay prisa —dijo Yamaoka, rebosando sarcasmo, mientras Rodrigo se sentaba junto a Nina.

—Hola Roro —dijo Nina en un tono casi inaudible al tenderle un vaso térmico con café negro.

Rodrigo le agradeció con una sonrisa.  

—Hoy es el día más importante de sus vidas —comenzó Yamaoka.

«¿Otra vez?»


Yamaoka sí que sonaba como disco rayado.

Lo había dicho mil veces en el último mes. Ya todos lo sabían. Todo debía ser perfecto.

La princesa de la familia Wyndham-Price se casaba. Y los Wyndham-Price eran la familia más importante que la agencia de festejos de Yamaoka jamás había atendido.

«Realeza californiana,» pensó Rodrigo preguntándose por qué no renunciaba.  «Tú sabes bien porqué.»

Rodrigo era el único sostén de su familia en el D.F. Su mamá, Ana, trabajaba. Sí. Pero siendo una mucama no era mucho lo que podía conjurar para resolverse a final de mes.

Sobre todo considerando que luchaba para mantener consigo a la abuela Olga en la casa y no en un asilo.

—Jamás en un asilo —había dicho su madre la última vez que la había visto en persona.

—Pero, mamá...

—Tu abuela me limpió, me dio de comer. Si no hago lo mismo ahora que me necesita... —Ana tomó a Rodrigo por el rostro—. Rodrigo, dilo: La sangre primero.

—La sangre primero —dijo Rodrigo, recordando en voz alta, al poner la mano sobre el pomo de la puerta que llevaba a la terraza del penthouse.

«¿Qué?» Rodrigo se miró la mano manchada de rojo oscuro. «¿Sangre?»

Rodrigo ya tenía el corazón acelerado cuando abrió la puerta, pero solo le bastó con mirar el horizonte atestado de nubarrones rojizos colisionando sobre la ciudad, extendiéndose decenas de metros abajo, para que se le erizaran los vellos del cuello.

—¿Da miedo, verdad?


Rodrigo se volvió y sintió como el piso bajo sus pies desaparecía. Tuvo que apoyar la mano en la pared para no desplomarse. El mundo le daba vueltas.

A su izquierda, una mujer estaba de pie sobre la baranda del mirador. Las puntillas de sus zapatos deportivos se asomaban al inmensurable vacío.

—Dios, señora —tartamudeó Rodrigo—. Bájese de ahí.

—Eso planeo —respondió ella compartiendo una triste sonrisa.

Continuará...
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El lunes de la próxima semana estrena un nuevo capítulo de “El Infierno de los Suicidas”. RIVER tendrá que lidiar con un visitante inesperado en San Quintín
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martes, 27 de agosto de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 8: LENA

Jesucristo recibió un balazo en la cabeza.

El siguiente par de disparos fue tan rápido que casi hubo un solo eco. Aunque el afiche religioso adherido a la diana en la galería de tiro se movió con el fulminante latigazo de cada balazo, sólo había un agujero.

Todas y cada una de las balas habían dado en el blanco exactamente en el mismo lugar.

Por lo que, cuando las siguiente cuatro detonaciones despedazaron la efigie en los ojos, la boca y la garganta, estaba claro que así lo deseaba el tirador.


Ni siquiera un neurocirujano tiene tanta precisión.

Helena Brennan tenía el pulso firme y la mirada tranquila al sostener su humeante nueve milímetros, incluso sabiendo que la luz roja sobre la puerta llevaba titilando por lo menos diez segundos.

Una lucecita roja que significaba que su tiempo de catarsis había terminado.

«Abusan de mi paciencia.»

Presionó un botón y el afiche que usó como diana se acercó.

En una serie de movimientos mecánicos Lena removió la imagen de Cristo baleado y se quitó los lentes amarillos y los audífonos protectores. Con indiferencia, se aseguró de hacer trizas lo que quedaba del afiche del hijo del dios cristiano hasta dejarlo irreconocible.

Aunque con su trabajo venían varias comodidades, como tener una galería de tiro privada, dispararles a figuras religiosas no estaba incluido en el paquete.

Lena se sonrió al fantasear con el festín mediático que habría si se supiera que una figura tan pública como ella tenía como hobby dispararle a símbolos religiosos.

Hace unos días se había dado el gusto de dejar como colador a los dioses griegos. La semana anterior, Amón y sus congéneres egipcios habían caído abaleados. Y la próxima semana... «¿Los Ishvarás?».

Hizo una mueca con la boca al considerar la idea: «Nada mal.» 


Lena guardó el arma y se puso el saco gris sobre su elegante camisa blanca.

Luego, se detuvo frente al espejo y alisó los pocos pliegues que pudiese haber en su atuendo. Un atuendo perfectamente calculado para jugar el juego de la política.

Al salir, Lena se colocó unas gafas de prescripción que no necesitaba(excepto para sumar años a su apariencia) y caminó a paso firme en sus exquisitos tacones negros mientras su asistente la ametrallaba con preguntas e información acerca de la jornada.

Cuando se invertía tanto tiempo moviendo hilos en el Congreso, regalarse unos minutos para practicar su puntería, y destrozar deidades, le parecía poca cosa.

—El senador Duke dejó un mensaje en-

—Lo sé.

Arthur McMillan, su asistente, anotó algo en su agenda digital.

A Lena le parecía que siempre que hablaban, sin importar el tema, Arthur tomaba notas.

—¿Lista para el vuelo de mañana?

—¿Tengo opción?

—Cancelaron su tres de la tarde a causa de la lluvia —continuó Arthur.

Lena reprochó arqueando su ceja.

—Estúpida gente de azúcar.

Fue como si el flash de una cámara gigante hubiese fotografiado el pasillo con un cegador destello escarlata.

Lena levantó la cabeza y frunció el ceño escuchando el rugido explosivo que sucedió al relámpago.

«No puede ser», pensó.


Alguien bromeó acerca del diluvio universal. A Lena no le hizo gracia.

La siguiente media hora, y todo el trayecto en la limusina blindada, fue igual de intenso. Preguntas y respuestas cortas acerca de senadores, donaciones, reporteros, proyectos de ley y entrevistas. Una especie de match de tenis verbal que Lena dominaba con maestría.

Nadie notó que su atención estaba en otra parte.

«Esta lluvia. No es normal.»
    
—Eh... —comenzó Arthur.

—Habla —ordenó Lena—. Odio cuando te atascas en una letra.

Arthur sonrió tímidamente. Dudó antes de hablar.

—Umm... Lo está haciendo otra vez.

—¿Qué? —preguntó Lena después de alargar un incómodo silencio.

Ella sabía qué. Estaba mordiendo la pata de sus anteojos de nuevo.

Su jefe se lo había prohibido.



Lena lo hacía sin darse cuenta. Para ella era un tic nervioso, un signo de debilidad; para su jefe, era otra cosa:

Si posas como una actriz porno, alimentarás el rumor de que te contraté por tu apariencia.

«Hombres» pensó Lena colocándose los anteojos de nuevo.  Aunque, en el fondo, reconocía que su apariencia casi juvenil  podía ser una carga pesada en el lodazal político de Washington.

Lena se pasó la mano por el cabello, y castigó a su asistente con una mirada glaciar.

—¿Llegó? —preguntó Lena cambiando el tema. (No le gustaba que Arthur la corrigiera ni en público ni en privado.)

—¿Quién?

Alicia, a la fiesta del té —respondió Lena con sarcasmo.

Arthur se dio cuenta de que había metido la pata.

—No, señora. El presidente no ha llegado.

Lena se sintió aliviada. No le gustaba para nada esta lluvia. Y, si algo pasaba, prefería estar cerca de Obama.

Al presidente de los estados unidos no le pasaría nada mientras Lena pudiese evitarlo.

Continuará...
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El Infierno de los Suicidas publica todos los martes y jueves. No dejes de venir en un par de días para continuar viviendo la batalla final entre ángeles y demonios por las almas de los humanos. 
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jueves, 22 de agosto de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 7: BRIT

Eran las siete de la mañana cuando Brit se preguntó si su padre quería matarla.

«Debe estar considerándolo», pensó al notar como los nudillos de Kevin emblanquecían al apretar el volante como si lo quisiera estrangular.

Volvió a cerrar los ojos para pretender que dormía antes de que alguien se diera cuenta que-

—Brit.

Demasiado tarde.


«Shhh…. Cállate, Ed.»

—Brit —insistió Ed—. Hermana...

—Estoy dormida.

Ed se quedó callado un par de segundos. Su mata de cabello ondulado, casi cobrizo, caía sobre sus ojos confundidos.

—¿Cómo puedes hablar y estar dormida a la vez? —preguntó el niño de siete años.

Brit se frotó los párpados con los dedos y sacudió la cabeza.

—Sonambulismo.

—¿Eso qué es?

—Googléalo, bobo.

—¡Papá! —se quejó Ed.

—No seas grosera con tu hermano —ordenó Kevin de inmediato.

Tras horas de viaje, no habían avanzado prácticamente nada.


Desde antes del amanecer un chaparrón épico había colgado una gruesa cortina de agua sobre la carretera contra la que los limpiaparabrisas no podían hacer nada.

El móvil en su mano seguía sin señal. Esto significaba que lo único que evitaba que se lanzara del carro era su Playlist.  

—Mierda.

Y ya no le quedaba casi batería.

—Brit —repitió su hermano.

—Dios, Ed. ¿Qué?

El niño se encogió un poco en su asiento y tiró al suelo una galleta que tenía en la mano.

—Nada.

Brit puso los ojos en blanco y soltó una bocanada de aire. Sabía que esto pasaría. Se lo había advertido a Kevin. Pero, ¿le hizo caso?

No.

Estar confinada en un auto con la indeseable, su hermano y Kevin era una bomba de tiempo.

La incómoda sensación de que alguien la miraba fijamente, hizo que Brit abriera los ojos.

Rebeca, su madrastra peliteñida, la observaba con ojos de cachorro en perrera. ¡Cómo odiaba esa mirada! Pura hipocresía. Era mierda enmascarada con spray de lavanda.

Siempre que la veía así, venía un reproche.

—Ay, Brit. No seas así.

Siempre.

«Tan predecible que da lástima.»

Brit se lo pensó mejor. Sonrió. Si su desabrida madrastra quería jugar, entonces iba a divertirse. 


—¿Así cómo?

—Ed iba a darte una galleta.

—Si ser idiota fuese un súper poder... ¿Te llamarías Blonder Woman?

—Brit —amenazó su padre.

«¿Hasta cuándo va a usar mi nombre como un regaño?»

Brit presionó la pantalla de su iPhone para darle play a cualquier tema con tal de no escucharlos más.

Apenas y consiguió escuchar un verso antes que Kevin se volteara y le arrancara los audífonos de un tirón.

El carro chilló al derrapar sobre el asfalto empapado.

—¿Demente o qué? —preguntó Brit.

—Amor, cuidado —pidió Rebeca.

En su asiento, Ed lloraba en silencio. Conocía la rutina. Cuando las venas en la frente de Kevin brotaban como anacondas, lo mejor era no decir pío.
 
—Discúlpate —ordenó Kevin clavándole los ojos desde el retrovisor.

Brit se lamió los labios y hurgó en su morral. Tenía un sabor a cloaca en la garganta y su saliva estaba pastosa. «Mataría por una Coca-Cola».

—¡Brit!

—¡Jesús! ¿Qué?

—Ya te hablé.

Ahí estaba, en el fondo de su cartera. Una dulce, burbujeante y deliciosa Coca-Cola.

—¿Disculparme por qué? —preguntó abriendo la lata.

—No te hagas la tonta.

Le dio un glorioso sorbo a su refresco y después no se movió ni un centímetro, a pesar que en su espalda había un necio escalofrío deseando traicionarla.

«Si no te mueves. No te verá» pensó recordando una frase de una de sus películas favoritas.

—Britney... —reclamó Kevin en un tono de falsa calma.

—Papá —dijo Ed con la voz menguada.

—Britney, te estoy hablando.

—Papá... —clamó el pequeño.

Brit luchó por no ver a su hermanastro. Aún de reojo notó que el niño sudaba frío y se le había ido el color del rostro. Puede que Ed le hiciera la vida cuadritos, pero no le gustaba verlo llorar.

—Bien —dijo Brit—. Lo lamento. Lamento ser una carga. Lamento que te duela el bolsillo por haberme regalado esa linda camisa de fuerza. Lamento ser un puto reflejo de lo que dejaste atrás. 

—¿Qué? —preguntó Kevin atónito.

Rebeca le puso la mano en el hombro a su marido y le dijo:


—Amor, ya.

—No —bufó Kevin.

—Papi... —lloró Ed.

—¿Sabes lo que he hecho? Nada es suficiente. Eres igual a-

—Dilo —lo retó Brit.

El vómito de Ed, leve primero y luego largo y espeso, cayó justo donde había tirado la galleta minutos atrás.

—No me siento bien.

—¡Dios mío! —exclamó Rebeca poniendo los ojos como platos—. Detén el auto.

—¿Qué pasó? —Kevin miró sobre su hombro y se puso pálido—. ¿Eso es…?

Nadie respondió.

Era obvio.

«Sangre.»


Su hermano vomitaba sangre.

Continuará... 
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miércoles, 21 de agosto de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 6: RIVER

Cuando River abrió los ojos sintió el cuello engarrotado de inmediato, y tuvo la inquietante impresión de estar olvidando algo importante. 

El sucio techo, a un escaso metro de su cara, era el mismo que había sido siempre durante los últimos años de su condena.

«Podría ser peor», pensó al llevarse la mano al cuello para masajearlo. Fue inútil intentar relajarse. Un masaje no es un masaje, a menos que te lo de otra persona. 

Y en prisión, aceptar u ofrecer massages, es... contraproducente.

Así que cero masajes para River.

Y no por falta de violenta insistencia.


Parecer de veintitantos, y tener una de esas caras de chico malo de película adolescente (que las mujeres se humedecen por redimir), hacía de su culo un trofeo.

No que hiciera falta tener el cuerpo de un modelo de catálogo para estar en la lista de espera de los proctólogos amateurs de San Quintín.

Todos se ven dulces en cuatro —le explicó al oído uno de los hispanos en su primera semana como Pez*.

Por su puesto, el cabrón no dijo nada más por un mes. Y River terminó aislado en SHU.

«Ahora el señor proctólogo solo puede comer compotas usando un jodido pitillo.»

Después de eso, lo acorralaron un par de veces más. Incluso consiguieron apuñalearlo con un cepillo de dientes afilado como navaja.

—¿Qué te gusta más que te meta? —preguntó uno de los rednecks la semana siguiente agarrándose la entrepierna con una mano y sosteniendo un puñal con la otra.

Pero todas las veces terminó igual. River en el agujero, aislado por "Conducta Agresiva", y algún reo contando sus fracturas (si es que recordaban cómo contar al despertar).

—Me gusta lo simple. Te llenas la boca de amenazas, te la lleno sangre y dientes —le dijo River a su primer compañero de celda antes de dejarlo paralítico.

Pero eso fue hace diez años.

Ahora estaba en su celda, acompañado por un anciano que solo quería volver a casa con su familia.

Últimamente a River se le mezclaban los días, y el tiempo era lo único que le quedaba por matar. En especial momentos como este, cuando no podía hacer otra cosa más que mirar al techo y esperar por el amanecer.

Un amanecer que no llegaría.

—¿Llueve? —preguntó Samuel, su compañero de celda.

Casi diez mil personas mueren al año freídos por relámpagos.

—¿Qué?

Ese número se quedará corto hoy dijo River sin saber porqué.

—¿Qué dices, Gray—preguntó Samuel.

River se pasó la mano por la cara.

—Samuel, practica para tu funeral y cierra los ojos sin decir palabra.

—Eso intento, pero estabas chillando como una niñita mientras dormías.

«La pesadilla. Se me había olvidado.»

—No te luce, viejo.

—¿Huh?

—Pretender que tienes cojones —bromeó River.

Samuel carcajeó ásperamente y River se sonrió. No eran amigos. River no tenía amigos. Pero al menos no le molestaba su presencia, y eso era bastante.

—Tremendo palo de agua —murmuró el viejo parándose junto a los barrotes.

River guardó silencio. Se quedó allí, viendo como el pasillo al otro lado de sus rejas se encendía fugazmente en rojo. 

«Relámpagos de sangre.»

Los otros reos se estaban alterando, River casi podía oler el miedo en el aire.

Este va a ser un día de mierda —dijo Samuel.

Y no sabían cuánta razón tenía.

Continuará...
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Mañana regresa BRIT. Así que está pendiente de la quinceañera más popular en el infierno de los suicidas.

*Revisar segunda definición.  
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