jueves, 31 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 25: LENA

Lena juró que jamás lo haría de nuevo.

Pero allí estaba.

Llorando.

Lena antes de la explosión

Apenas recuperó la consciencia, sintió latigazos de dolor por doquier y la horrible presión del aplastante derribo que la sepultaba. El polvillo gris que le cubría el rostro, y se le metía por la nariz, resultaba asfixiante.

—¡Aghhh! —gritó Lena entre sollozos de desesperación.

«Contrólate», pensó temiendo desmayarse en cualquier momento. «Ni que fuera la primera vez».

Lena se calmó, logrando que el aire le bajara por la garganta, y miró a los lados. Su cuello crujió mientras sufría el aguijonazo de un penetrante dolor.

«Si te mueves, será peor».

Y entonces se dio cuenta de que su cabello estaba empapado.

—Si es una hemorragia...

No lo era.

Rápidamente, Lena notó que el agua de una tubería rota estaba inundando los restos del pasillo, ahogando los escombros que la aprisionaban.

«Hasta aquí llegó ese plan».


Sobre ella habían dos trozos de concreto: uno era grande, y le tapaba la parte izquierda del cuerpo; el otro era más pequeño y aguantaba el peso del anterior. Este último le tenía inutilizado el brazo derecho, pero también le estaba salvando la vida. Si ese fragmento cedía, estaría perdida.

Lena tanteó con su mano libre y encontró el sobre que le había dado su asistente antes de morir. Examinándolo con sus dedos, supo de inmediato que ese paquete tenía todo que ver con lo que estaba pasando, cuando notó que en su interior había una cinta de video Super 8.

—Laura —murmuró Lena.

El día había llegado. No cabía la menor duda. La única pregunta que quedaba era si podría usar sus habilidades después de tantos años.

Lena intentó mover el lado derecho de su cuerpo hasta que un ramalazo de agonía la hizo ver blanco. Ella gritó y tosió de nuevo. El intenso calambre en sus músculos adormecidos la forzó a hacer una mueca.

«Si lo hago, no poder moverme», pensó.

—Si no te mueves, morirás —dijo en voz alta.

De cualquier manera, no sería fácil.

Su “habilidad especial”, como ella solía bromear, estaba oxidada. Como un músculo atrofiado. Si lo forzaba demasiado se rompería y sería el final de todo.

Lena cerró los ojos y buscó esa parte en su mente que estaba sellada. Era como tener un nombre en la punta de la lengua que no podía recordar.

«Joder».

El agua le estaba alcanzado el borde de ojos. Estando allí, tendida de espaldas, era cuestión de segundos antes de que le cubriera la nariz, la boca, y entonces...


«No hoy. No aquí».

Lena imaginó que su cuerpo se expandía y se visualizó a sí misma detrás de ella. La imagen debía ser más que una imagen. Necesitaba incluir todos los sentidos.

La sensación de la yema de sus dedos tocando el concreto húmedo, el olor a lluvia, la escasa luz filtrándose por el techo destruido.

—Listo.

El pesado trozo que le cubría la parte izquierda del cuerpo se movió un poco con el primer impulso. Y luego un poco más.

Lena empujó desde afuera, viéndose a sí misma acostada allí, inmóvil, magullada, enterrada del pecho a los pies. Los músculos de su mente, esos que no estaban hechos de carne y tendones, sino de energía, pujaron tensándose más y más.

Crac.

«No», advirtió una voz en su interior.

Una raja estaba surcando el concreto sobre su cuerpo. Un trozo de escombro se derrumbó cerca de su mejilla y le abrió una herida desde el pómulo hasta la oreja.

Luego se desplomó otro pedazo de techo, y otro más.

Lena tenía que olvidarse de todo. Olvidar el dolor, las piedras, el agua que ya no la dejaba respirar. Tenía que levantar los restos de hormigón y tenía que hacerlo...

—¡Ahora! —dijo abriendo los ojos.

Los escombros se levantaron sobre su cuerpo, alzados por un remolino de energía invisible que hacía vibrar el aire.


En cuestión de segundos, la cueva de pedazos de pared y techo se desplomó. Pero el tiempo había bastado para que Lena escapara.

—Estuvo cerca —dijo sin detenerse a mirar las fauces de cemento que por poco la habían tragado entera.

A duras penas, Lena caminó sintiendo que el suelo se bamboleaba como el de una pequeña embarcación en mar abierto. El dolor sordo en su hombro dislocado, la sangre que manaba de su nariz, y las punzadas latentes en su mano derecha la tenían mareada y al borde de la consciencia.

Pero, no importaba.

Lo único importante era el sobre en sus manos y la cinta Super 8.

Continuará…

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Se acerca el final del Volumen 1 de “El Infierno de los Suicidas”. ¿Qué conexión hay con River y los demás? ¿Quién es esa Laura que han nombrado varios personajes? Pronto lo sabrás. 

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domingo, 27 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 24: GEORGE

Un somnífero.

Los autos siempre habían sido un somnífero para George.

Escuchar hablar de ellos, ver las carreras de NASCAR y, especialmente, los paseos en auto lo ponía en brazos de Morfeo.


Desde que era pequeño la única forma en que sus padres conseguían que se quedara dormido era llevarlo en el viejo Chevette a dar un par de vueltas alrededor de la cuadra.

«Un somnífero».

Pero ahora, después de dos horas de un “paseo forzoso”, George jamás se había sentido tan despierto en su vida.

O más aterrado.

George se tronó los dedos y se fijó de nuevo en sus silenciosos captores: La mujer de rostro severo y mirada gélida tenía un aire de profesora de colegio católico; el delgado sacerdote de color y cabello al ras tenía ese aura de asesino en serie que impregna los afiches de “Se Busca”.

—¿Qué quieren de mí?

Nada.

Ni una palabra.

Ni una mirada entre ellos, ni un vistazo en el retrovisor. 

Nada.

«El tratamiento del silencio», pensó George mientras un ensordecedor trueno enmascaró su millonésimo intento de abrir la puerta para saltar del vehículo. «Maldito seguro para niños».

Por su mente cruzaron una miríada de ideas; cada una más inútil que la anterior: Desde abalanzarse hacia el volante hasta usar sus cordones para estrangular al copiloto.

«Una dieta rica en películas atrofia el cerebro, George. ¿Quién eres? ¿James Bond?»


Entonces, un relámpago le atizó en la retina la imagen de un letrero que le daba la bienvenida al peor lugar donde se podía estar en ese momento.

—¡Los Ángeles! ¿En serio?  —George se quitó las gafas y se frotó los ojos. Su voz sonó aguda, como siempre que se alteraba—. Dios no.

George tanteó los bolsillos y sacó su inhalador. «Dulce inhalador». Tras presionar el botón, sintió como sus pulmones recibían al ansiado oxígeno.

—Saben lo que va a pasar allí, ¿no? —preguntó George.

—¿Lo sabes tú? —preguntó la profesora.

George apretó los labios y asintió.

—Al menos sé quiénes son ustedes.  

El sacerdote lo miró por encima del hombro arqueando la ceja y dijo:

—Bien. ¿Estás dispuesto a confesarte?

—¿Confesarme? Qué gracioso —George se frotó las manos—. Soy un libro abierto.

—Entonces, háblanos de los Faustos —pidió el sacerdote.

—Un libro abierto... —dijo George antes de toser nerviosamente—. Con las páginas en blanco.

—Qué gracioso —sonrío el sacerdote al apuntarle con un revolver—. ¿Te cuento el chiste del cura y el cerebro desparramado?

George levantó los brazos y apretó los párpados.


—No, no.

—Veamos, Sr. Libro-abierto —insistió el sacerdote—. Capítulo Uno: Los Faustos.

George hundió la cara en el asiento. El olor a cuero sintético, a concesionario de auto, le revolvió las entrañas.

—Si hablo estaré tres metros bajo tierra.

—Si no hablas nosotros mismos cavamos la fosa.

La espalda de George se sacudió en un escalofrío. Cuando escuchó el clic de la pistola, lista para abrirle un agujero en el rostro, sintió algo caliente bajarle por la entrepierna.

—Está bien, pero guarda esa... Esa... Cosa —George carraspeó y miró a los lados. Las palabras no le salían—. ¿Por dónde empiezo?

Una súbita oscuridad los arropó y la cacofonía del aguacero incrementó de golpe.

—¿Beatriz? —preguntó el sacerdote.

—No fui yo.

El auto estaba rodando por inercia. Se había apagado.

La profesora pisaba el acelerador y giraba la llave sin éxito alguno.

—¿No éramos inmunes?

—Obviamente no.

«¿Inmunes a qué?»

—Eh... Hola. ¿De qué hablan? —preguntó George.

—Shh... —dijo el sacerdote—. ¿Escuchan eso?

George ni siquiera tuvo la oportunidad de aguzar el oído.

De un segundo a otro el mundo giraba estrepitosamente y él se vapuleaba en la parte trasera del auto. George se golpeó el hombro, la cara, la espalda... Pronto hubo tanto dolor que no creyó que existiera otra cosa más que el sufrimiento.

Todo estaba envuelto en llamas y pequeños trozos de cristal volaban por los aires.

Apenas recobró la consciencia, George apartó la mano sintiendo la cruel lanzada del fuego. «¿Qué pasó?» El abrasador calor lo estaba haciendo sudar a mares.

No importaba.

Tenía que salir de allí o moriría incinerado.

George movió la perilla.

«Maldito seguro para niños».

 Continuará...

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Ya faltan solo siete capítulos para el final del Volumen 1 de "El Infierno de los Suicidas", y créeme... No te los quieres perder. 

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jueves, 24 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 23: RIVER

—¡Auxilio! —gritó el camarógrafo mientras apuñalaba a Pope por la espalda.

A pesar de que la navaja se hundía en el cuerpo de Pope con violencia, este recibió gustoso la primera y la segunda estocada. Después de la tercera, un borbollón de sangre oscura se le escapó de la boca y se desplomó sin vida en el suelo cual muñeco de trapo.


«Estoy oxidado», admitió River al ver a la cámara estrellarse contra el muro del fondo de la celda. Su cuerpo ya no reaccionaba como antes. Lo sabía. Pero, al parecer, los años que llevaba encerrado habían castrado su instinto animal. «Ni me di cuenta en qué momento el camarógrafo se puso guantes de látex».

—¡Auxilio! —repitió el camarógrafo, esta vez blandiendo la cuchilla contra River al tiempo que sonaban las alarmas en toda la prisión.

Los guardias estarían ahí de un momento a otro.

—Muy poco —le dijo River a su atacante—, muy tarde.  

El camarógrafo se movía rápido, y contra cualquier otro oponente, sus arremetidas hubiesen sido certeras. Sin embargo, a River le resultó fácil esquivarlas.

—¡Ayuda! —insistió el hombre sonando desesperado, a pesar de que su rostro reflejaba un triunfo total.

—Muy bonito tu guion —dijo River—. Yo "asesino" a una celebridad y me inflan con gas letal como si fuese un globo.    

—Aux...

River lanzó un golpetazo y le destrozó la cara al camarógrafo.


—Shh... Presta atención: Debiste poner tu alarma cinco minutos antes.

—El tiempo de dios es perfecto —dijo el camarógrafo haciendo un esfuerzo mediocre por contener el río de sangre que emanaba de su nariz destruida.

River no tenía ganas de reírse, pero se rio.

—Y al que madruga dios le ayuda, cabrón. ¿No te parece conveniente?

En cuanto el camarógrafo arremetió de nuevo, River le lanzó una patada directo al pecho, astillándole las costillas, y tumbándolo al suelo.

El camarógrafo siguió en el piso, inmóvil. Luego soltó el chuzo de cerámica, que de seguro se las habían ingeniado para que estuviera cubierto de las huellas de River, y se guardó los guantes de látex azul en el bolsillo.  

Los guardias entraron justo en ese momento. Y no hubo más preguntas, ni respuestas.

Solo oscuridad.


Ahora que llevaba horas confinado en el noveno círculo de San Quintín, el peor de los fosos en SHU, River se maldecía por haber caído en la trampa.

Lo querían allí, en un ataúd de metal y concreto, aislado de todos, condenado a muerte.

«Idiotas», pensó River seguro de que lo habían dejado en bandeja de plata para Lucas por puro accidente. «Cuando los proscritos del Vaticano descubran que marcaron mal el día del juicio en el calendario, se van a arrepentir de este plan».

Moviendo la cabeza de lado a lado, River se tronó el cuello. La estupidez de la iglesia no dejaba de sorprenderle.

—Mantener imagen pública, cuando el público estará muerto —sacudió la cabeza—. Brillante.

River abrió los ojos por puro instinto al sentir como la pared vibraba, sacudida por un trueno. La penumbra en SHU era absoluta, y por más que aguzara la vista, todo estaba envuelto en negro.

Como pudo, River sacudió los hombros y se puso de pie. 

—Guardia —River le propino una fuerte patada a la gruesa puerta de metal—. ¡Guardia!

Nada pasó.

River se esforzó por escuchar y solo distinguió un rugido distante, como una bestia que se prepara para atacar.

—Debo estar jugando la güija —respondió el guardia con una voz que a River se le antojó nerviosa—. Porque estoy escuchando a un muerto.


—¿Sigue lloviendo?

El hombre tardó en responder.

—¿Qué coño crees que soy? ¿La chica del clima?

El guardia no dijo nada más por tanto tiempo que  River temió haber soñado la conversación. No fue sino hasta que se apartó de la puerta que escuchó de nuevo la voz de su custodio:

—Zeus está arrecho. 

River carcajeó con amargura.

El día había llegado y solo quedaba esperar.

—Guardia, ¿sigues ahí? —Un silencio frío y profundo cayó alrededor de River—. ¿Guardia?

Esta vez fue como si al hombre le hubiese costado responder por algo más que simple necedad, y cuando por fin lo hizo su voz sonó quebrada, tal como la de un hombre enfermo.

—¡Joder! Claro que estoy aquí, ¿a dónde se supone que voy a ir?

«Creo que estamos por averiguarlo», pensó River.

Continuará...

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No se pierdan este domingo la continuación de “El Infierno de los Suicidas”, ya en la etapa final del Volumen 1.


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domingo, 20 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 22: LENA

Habían transcurrido horas de inclemente diluvio cuando Lena aprovechó para bajarse un poco la falda. El jefe de Gabinete de la Casa Blanca la estaba desvistiendo con la mirada, y Lena ya tenía suficiente con los chismes en el tabloide glorificado al que llamaban New Washington Herald, como para que también hablarán de sus muslos.

«Todo porque creen que soy una niña», sonrió Lena con malicia. «Si tan solo supieran mi edad».


—Llegaste tarde.

Lena miró sobre su hombro al senador Palmer, un hombre entrado en sus sesenta ataviado con un traje gris hecho a la medida, camisa blanca y una...

—¿Corbata roja? —preguntó Lena arqueando una ceja.

—¿Crimen a la moda? —quiso saber Palmer.

Lena le hizo una seña y los dos apresuraron el paso hacia uno de los angostos pasillos atestados de cajas polvorientas (y agentes de seguridad) que abundaban en las entrañas del museo.

—Le hablará a la nación de una nueva fuente de energía, peligrosamente volátil, ¿usando una prenda roja? —dijo Lena sacando una corbata verde de su cartera—. No lo creo, senador.

—Ajá —entendió Palmer.

Acto seguido Lena se volvió hacia Arthur, su asistente.

—Que atenúen las luces. Deja claro que si tocan la tecla del Medio Oriente, matamos el Q&A. Y tráeme el informe de las fundaciones.

—¡Ja! El presidente tiene razón —sonrió Palmer—. Nosotros ponemos orden en la nación, tú pones nuestras vidas en orden.

—Detrás de cada gran hombre... —dijo Lena.


—Estamos listos para usted, senador —intervino alguien detrás de ellos. 

Lena asintió y vio como el senador saludaba al público que aplaudía de pie mientras se acercaba al podio, junto al presidente Obama.

Poco después, Lena escuchó el splash de algo líquido derramándose cerca de ella. Solo esperaba que no fuese una tubería. Lo cual no sería de extrañar con el chaparrón que azotaba la costa oeste esa mañana.

«No puede ser». Lena sintió que su rostro se endurecía de rabia al descubrir lo que pasaba.

—¡Arthur! —regañó por lo bajo, al ver a su asistente vomitando.

—Perdón —dijo Arthur apretando una carpeta contra su pecho mientras se limpiaba la boca con un pañuelo.

Lena le chasqueó los dedos a una muchacha a su derecha.

—Limpia esto.

—Pero estoy encargada del sonido.

Lena la castigó con la mirada.

—Ahora.

La fetidez ácida golpeó a Lena en la nariz cuando tomó a Arthur por el brazo para llevarlo al baño en el otro extremo del pasillo.

—Perdón, mamá —murmuró su asistente.

«¿Mamá?» En ese instante Arthur dejó caer la carpeta que llevaba en brazos, y su contenido se regó sobre el suelo. En una de las hojas que aterrizó sobre el vómito sanguinolento, Lena leyó la palabra “demencia” y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Si vas a morir, que no sea en horario de trabajo.


—Estaré bien, Sra. Brennan —dijo Arthur tras limpiar su frente perlada de sudor frío—. El informe de la recolección de fondos para el Alzheimer...

—No importa —dijo Lena—. Arthur, eres el único aquí que no es absolutamente incompetente. 

—Yo...

Se oyó un grito procedente del auditorio. Lena miró de nuevo sobre su hombro. «Alguien vitoreando», pensó impasible. «Eso es todo».

—Puedes hacer cualquier cosa, menos rendirte —dijo Lena—. Párate, Arthur.

Y así lo hizo.

Al regresar al pasillo, Lena levantó los ojos. En el monitor solo había estática. De haber algún técnico cerca, le habría arrancado la cabeza.

Y por el hedor, tampoco habían limpiado el vómito.

«Inútiles».

—¡Arthur!

Su asistente tenía la mirada perdida y murmuraba algo inteligible. No parecía tener idea de dónde estaba o incluso quién era.

Lena frunció el ceño y lo zarandeó por los pliegues del saco.

—Esi se ra —dijo Arthur dándose de golpes en la cara.

—¿Arthur?

En aquel  momento Lena escuchó otro grito más a lo lejos, y Arthur se abalanzó con fuerza para darle un cabezazo a la pared. El crack de su cráneo chocando contra el muro fue casi tan terrible como el rictus enloquecido con el que se volvió para hablarle.

—Señora Brennan, para usted  —dijo entregándole un sobre de manila arrugado que llevaba dentro de la chaqueta.

Lena sintió que su corazón se le helaba en el pecho al distinguir algo en el monitor.

No era solo Arthur.

Lena consideró correr al escenario para detener al presidente, quien golpeaba ferozmente al tubo de cristal reforzado que protegía la nueva forma de combustible.

«Puedo hacerlo», fue lo único que logró pensar Lena antes de que una luz blanca la cegara, y una avalancha de calor y escombros la enterraran viva.

Continuará...

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“El Infierno de los Suicidas” estrena este jueves. No te lo pierdas

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