Un somnífero.
Los autos siempre
habían sido un somnífero para George.
Escuchar hablar de
ellos, ver las carreras de NASCAR y,
especialmente, los paseos en auto lo
ponía en brazos de Morfeo.
Desde que era pequeño
la única forma en que sus padres conseguían que se quedara dormido era llevarlo
en el viejo Chevette
a dar un par de vueltas alrededor de la cuadra.
«Un somnífero».
Pero ahora, después
de dos horas de un “paseo forzoso”, George jamás se había sentido tan despierto
en su vida.
O más aterrado.
George se tronó los
dedos y se fijó de nuevo en sus silenciosos captores: La mujer de rostro severo
y mirada gélida tenía un aire de profesora de colegio católico; el delgado sacerdote
de color y cabello al ras tenía ese aura de asesino en serie que impregna
los afiches de “Se Busca”.
—¿Qué quieren de mí?
Nada.
Ni una palabra.
Ni una mirada entre
ellos, ni un vistazo en el retrovisor.
Nada.
«El tratamiento del
silencio», pensó George mientras un ensordecedor trueno enmascaró su millonésimo
intento de abrir la puerta para saltar del vehículo. «Maldito seguro para niños».
Por su mente cruzaron
una miríada de ideas; cada una más inútil que la anterior: Desde abalanzarse
hacia el volante hasta usar sus cordones para estrangular al copiloto.
«Una dieta rica en películas atrofia el cerebro, George. ¿Quién eres? ¿James Bond?»
Entonces, un relámpago
le atizó en la retina la imagen de un letrero que le daba la bienvenida al peor
lugar donde se podía estar en ese momento.
—¡Los Ángeles! ¿En
serio? —George se quitó las gafas y se
frotó los ojos. Su voz sonó aguda, como siempre que se alteraba—. Dios no.
George tanteó los
bolsillos y sacó su inhalador. «Dulce inhalador». Tras presionar el botón, sintió
como sus pulmones recibían al ansiado oxígeno.
—Saben lo que va a
pasar allí, ¿no? —preguntó George.
—¿Lo sabes tú? —preguntó
la profesora.
George apretó los
labios y asintió.
—Al menos sé quiénes
son ustedes.
El sacerdote lo miró
por encima del hombro arqueando la ceja y dijo:
—Bien. ¿Estás
dispuesto a confesarte?
—¿Confesarme? Qué
gracioso —George se frotó las manos—. Soy un libro abierto.
—Entonces, háblanos
de los Faustos —pidió el sacerdote.
—Un libro abierto... —dijo
George antes de toser nerviosamente—. Con las páginas en blanco.
—Qué gracioso —sonrío
el sacerdote al apuntarle con un revolver—. ¿Te cuento el chiste del cura
y el cerebro desparramado?
George levantó los brazos y apretó los párpados.
—No, no.
—Veamos, Sr.
Libro-abierto —insistió el sacerdote—. Capítulo Uno: Los Faustos.
George hundió la cara
en el asiento. El olor a cuero sintético, a concesionario de auto, le revolvió
las entrañas.
—Si hablo estaré tres
metros bajo tierra.
—Si no hablas nosotros
mismos cavamos la fosa.
La espalda de George se
sacudió en un escalofrío. Cuando escuchó el clic
de la pistola, lista para abrirle un agujero en el rostro, sintió algo caliente bajarle
por la entrepierna.
—Está bien, pero
guarda esa... Esa... Cosa —George carraspeó y miró a los lados. Las palabras no le
salían—. ¿Por dónde empiezo?
Una súbita oscuridad
los arropó y la cacofonía del aguacero incrementó de golpe.
—¿Beatriz? —preguntó el
sacerdote.
—No fui yo.
El auto estaba
rodando por inercia. Se había apagado.
La profesora pisaba
el acelerador y giraba la llave sin éxito alguno.
—¿No éramos inmunes?
—Obviamente no.
«¿Inmunes a qué?»
—Eh... Hola. ¿De qué
hablan? —preguntó George.
—Shh... —dijo el
sacerdote—. ¿Escuchan eso?
George ni siquiera
tuvo la oportunidad de aguzar el oído.
De un segundo a otro
el mundo giraba estrepitosamente y él se vapuleaba en la parte trasera del
auto. George se golpeó el hombro, la cara, la espalda... Pronto hubo tanto dolor
que no creyó que existiera otra cosa más que el sufrimiento.
Todo estaba
envuelto en llamas y pequeños trozos de cristal volaban por los aires.
Apenas recobró la
consciencia, George apartó la mano sintiendo la cruel lanzada del fuego. «¿Qué
pasó?» El abrasador calor lo estaba haciendo sudar a mares.
No importaba.
Tenía que salir de
allí o moriría incinerado.
George movió la perilla.
«Maldito seguro para
niños».
Continuará...
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Ya faltan solo siete capítulos para el final del Volumen 1 de "El Infierno de los Suicidas", y créeme... No te los quieres perder.
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
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