domingo, 27 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 24: GEORGE

Un somnífero.

Los autos siempre habían sido un somnífero para George.

Escuchar hablar de ellos, ver las carreras de NASCAR y, especialmente, los paseos en auto lo ponía en brazos de Morfeo.


Desde que era pequeño la única forma en que sus padres conseguían que se quedara dormido era llevarlo en el viejo Chevette a dar un par de vueltas alrededor de la cuadra.

«Un somnífero».

Pero ahora, después de dos horas de un “paseo forzoso”, George jamás se había sentido tan despierto en su vida.

O más aterrado.

George se tronó los dedos y se fijó de nuevo en sus silenciosos captores: La mujer de rostro severo y mirada gélida tenía un aire de profesora de colegio católico; el delgado sacerdote de color y cabello al ras tenía ese aura de asesino en serie que impregna los afiches de “Se Busca”.

—¿Qué quieren de mí?

Nada.

Ni una palabra.

Ni una mirada entre ellos, ni un vistazo en el retrovisor. 

Nada.

«El tratamiento del silencio», pensó George mientras un ensordecedor trueno enmascaró su millonésimo intento de abrir la puerta para saltar del vehículo. «Maldito seguro para niños».

Por su mente cruzaron una miríada de ideas; cada una más inútil que la anterior: Desde abalanzarse hacia el volante hasta usar sus cordones para estrangular al copiloto.

«Una dieta rica en películas atrofia el cerebro, George. ¿Quién eres? ¿James Bond?»


Entonces, un relámpago le atizó en la retina la imagen de un letrero que le daba la bienvenida al peor lugar donde se podía estar en ese momento.

—¡Los Ángeles! ¿En serio?  —George se quitó las gafas y se frotó los ojos. Su voz sonó aguda, como siempre que se alteraba—. Dios no.

George tanteó los bolsillos y sacó su inhalador. «Dulce inhalador». Tras presionar el botón, sintió como sus pulmones recibían al ansiado oxígeno.

—Saben lo que va a pasar allí, ¿no? —preguntó George.

—¿Lo sabes tú? —preguntó la profesora.

George apretó los labios y asintió.

—Al menos sé quiénes son ustedes.  

El sacerdote lo miró por encima del hombro arqueando la ceja y dijo:

—Bien. ¿Estás dispuesto a confesarte?

—¿Confesarme? Qué gracioso —George se frotó las manos—. Soy un libro abierto.

—Entonces, háblanos de los Faustos —pidió el sacerdote.

—Un libro abierto... —dijo George antes de toser nerviosamente—. Con las páginas en blanco.

—Qué gracioso —sonrío el sacerdote al apuntarle con un revolver—. ¿Te cuento el chiste del cura y el cerebro desparramado?

George levantó los brazos y apretó los párpados.


—No, no.

—Veamos, Sr. Libro-abierto —insistió el sacerdote—. Capítulo Uno: Los Faustos.

George hundió la cara en el asiento. El olor a cuero sintético, a concesionario de auto, le revolvió las entrañas.

—Si hablo estaré tres metros bajo tierra.

—Si no hablas nosotros mismos cavamos la fosa.

La espalda de George se sacudió en un escalofrío. Cuando escuchó el clic de la pistola, lista para abrirle un agujero en el rostro, sintió algo caliente bajarle por la entrepierna.

—Está bien, pero guarda esa... Esa... Cosa —George carraspeó y miró a los lados. Las palabras no le salían—. ¿Por dónde empiezo?

Una súbita oscuridad los arropó y la cacofonía del aguacero incrementó de golpe.

—¿Beatriz? —preguntó el sacerdote.

—No fui yo.

El auto estaba rodando por inercia. Se había apagado.

La profesora pisaba el acelerador y giraba la llave sin éxito alguno.

—¿No éramos inmunes?

—Obviamente no.

«¿Inmunes a qué?»

—Eh... Hola. ¿De qué hablan? —preguntó George.

—Shh... —dijo el sacerdote—. ¿Escuchan eso?

George ni siquiera tuvo la oportunidad de aguzar el oído.

De un segundo a otro el mundo giraba estrepitosamente y él se vapuleaba en la parte trasera del auto. George se golpeó el hombro, la cara, la espalda... Pronto hubo tanto dolor que no creyó que existiera otra cosa más que el sufrimiento.

Todo estaba envuelto en llamas y pequeños trozos de cristal volaban por los aires.

Apenas recobró la consciencia, George apartó la mano sintiendo la cruel lanzada del fuego. «¿Qué pasó?» El abrasador calor lo estaba haciendo sudar a mares.

No importaba.

Tenía que salir de allí o moriría incinerado.

George movió la perilla.

«Maldito seguro para niños».

 Continuará...

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Ya faltan solo siete capítulos para el final del Volumen 1 de "El Infierno de los Suicidas", y créeme... No te los quieres perder. 

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El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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