domingo, 23 de febrero de 2014

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 33: Rodrigo

Rodrigo levantó la mirada, seguro de que no había imaginado el sonido. «¿Campanas? —pensó arrugando el ceño—. Hay alguien en la iglesia».

El eco metálico llegó vibrando hasta su pecho una y otra vez, y cada nuevo repicar sonaba furioso. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Rodrigo se había escondido en el McDonald’s calle abajo.


Adentro, el pequeño local de colores vivos y personajes felices estaba, como todo lo demás, hediondo a muerte, lleno de trastos desparramados por doquier y ristras de sangre.

—Las campanas de la iglesia están sonando, anunciando que el apocalipsis va a llegar —dijo Rodrigo entonando la canción de año nuevo de sus tierras.

«¿Qué haces?» Se preguntó al mirar por la puerta de vidrio decorada con la imagen traslúcida de un niño abriendo su boca en una sonrisa macabra.

—Siendo precavido —se respondió así mismo.


Pero entonces se dio cuenta de que no tenía muchas alternativas. Había visto a varios de sus compañeros de trabajo caer muertos producto de algún arma bacteriológica de las que tanto hablaban las noticias. Con solo recordarlo, su estómago estuvo a punto de vaciarse.

Rodrigo caminó de arriba abajo, y se frotó una herida que tenía el en nacimiento del cabello. ¿Cuándo se la había hecho? No tenía la menor idea. Pero todo su cuerpo era un rosario de cortes y magulladuras.

—Quizás hay sobrevivientes, quizás heridos… —Respiró hondo y pateó una cajita feliz en el suelo—. Quizás es una maldita trampa.

Se quitó la chaqueta empapada y miró a la izquierda, al otro lado de la mesa, había un impermeable rojo que de lejos le pareció que decía “Hell”, y que al acercarse se dio cuenta de que en realidad decía: “Hell-O Kitty”.

Rodrigo sonrió.


 —No preguntes por quién tocan las campanas… —dijo viendo una bicicleta abollada no muy lejos de él.

Mientras pedaleaba sorteando los vehículos inertes calle arriba, sabía que debía tener cuidado. Sin nadie cerca para ayudarlo, cualquier caída, hasta la más tonta, podía ser fatal.

Hacía ya un buen rato que las campanas se habían callado, y ahora no estaba seguro en qué dirección quedaba la iglesia. Rodrigo miró hacia arriba, el cielo nublado se extendía borrando cualquier rastro de sol, los truenos silenciando todo.

De golpe, la soledad lo estaba dejando deprimido, casi aterrado. Si su cobardía le había costado la chance de compartir la carga del apocalipsis con alguien más… Por un segundo, la imagen de las pastillas de su abuela fulminó su mente igual que los relámpagos que azotaban el cielo.

Rodrigo meneó la cabeza y pedaleó con más fuerza. 

    
Al completar una vuelta a la cuadra, recordó que un par de calles más abajo, en la esquina, estaba la vieja iglesia que habían remodelado hacía poco menos de medio año. 

Esquivando un poste caído justo enfrente de la entrada del Café 24/7, lo tomó por sorpresa la puerta abierta de un Spark. Aunque movió el manubrio bruscamente hacia la derecha y logró mantener el equilibrio haciendo eses, la caída fue inevitable. Rodrigo pronto vio el pavimento acercarse a su rostro sin que él pudiese hacer nada al respecto.


Después de que se desplomó, y el pavimento le abrió una nueva herida en su codo y rodilla, Rodrigo hizo lo que nunca consiguió hacer cuando era pequeño: Se levantó y volvió a andar en la bicicleta.  

Apurando el paso, dejó atrás la perfumería donde trabajaba una veinteañera que parecía sacada de una película francesa con la que se había prometido hablar y nunca lo había hecho. Luego, pasó frente a un bar donde se reunió la semana pasada con Nina para hablar de los cambios que debían hacer los Lakers.

El corazón de Rodrigo dio un profundo vuelco. Se dio cuenta de que no la vería de nuevo, y eso le anudó la garganta.

Un relámpago lo sacudió de su ensimismamiento, y cuando levantó la vista lo primero que observó fue el cuerpo colosal de la iglesia Balcham arañando el cielo rojo. No tenía más que caminar unos pocos escalones para entrar por las gruesas puertas de madera abiertas como fauces pétreas con labios decorados de escenas bíblicas.

Rodrigo cerró su ojo izquierdo para no dejar que los chorros de agua le nublaran más la vista. La negrura era tan terrible que tardó en distinguir que detrás de un árbol se alzaba, aún más alta que la iglesia, un campanario eterno con una sola ventana que le miraba como un ojo malvado y ciego. 

—Vamos —insistió—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

Continuará...
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domingo, 9 de febrero de 2014

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 32: RIVER

—¿Recuerdas ese episodio de Los Simpson en el que Homero y Marge engañan a Bart y a Lisa diciendo que los llevarán a Disney y acaban en el dentista? —preguntó River.

—Sí —dijo Lena.

—Esto es mucho peor —añadió River al darse cuenta de dónde estaban.

Lena subió los escalones que llevaban a las dos gruesas puertas de madera de un edificio de cinco pisos. A los lados de esta sobrecogedora estructura se desprendían dos largas edificaciones llenas de ventanas, y otra construcción más pequeña que debía ser la cafetería.

—Bienvenido a la escuela —sonrió Lena tras forzar la cerradura y abrir la puerta.

—No quiero —dijo River en tono socarrón e infantil mientras veía la bandera empapada, todavía izada e inerte, en medio de una noche en el que el viento parecía haber desaparecido junto con toda la raza humana.

—Ring, ring —Lena extendió la mano invitándole a entrar.


—Olvídalo —se quejó River.

—La brújula nos trajo hasta acá —insistió Lena.

—Pleno apocalipsis y solo estamos armados con una maldita brújula y una cinta de super 8. ¿Te parece sensato? —preguntó River.

—Bien —dijo Lena colocando ambos objetos en el escalón en el que estaba de pie—. Quítame  cualquiera de las dos cosas y nos vamos a donde quieras.

—Añade un par de piernas abiertas a la apuesta y tenemos un trato —dijo River.

La comisura de labios de Lena se curvó apenas de forma visible.

—Tiremos los dados, entonces.

—Oh sí —sonrió River—. Tiremos.


Viéndola sin el impermeable, vistiendo una franela húmeda que se adhería a sus pechos redondos, y del tamaño ideal para encajar en sus manos, River sintió que se le calentaba la entrepierna. No sería la primera vez que la frontera entre pelea y sexo salvaje se borraba entre ellos. Y eso lo excitaba.
Lena se agachó y recogió la brújula y la cinta abanicándolas lentamente para incitar a River.

«Como si hiciera falta».

Cuando River se acercó lo suficiente, Lena se llevó las manos detrás de la espalda. Había un brillo malicioso en sus ojos que le gustó a River tanto como una patada en las bolas.

Eso solo significaba una cosa: Lena lo sabía.

«Maldita sea —pensó River—. Es una trampa».

Lena intentó golpearlo con el dorso de la mano, pero River bloqueó dos ataques que vinieron seguidos en fracciones de segundo.

Si bien River logró detener ambos golpes, ella le había atrapado el brazo. Los dos se desplazaron de forma circular, en una especie de movimiento de baile, en el que Lena buscaba doblarle el antebrazo y él zafarse de su agarre.

Lo peor de todo, es que River no veía por ninguna parte la brújula y la cinta de super 8.

«Joder», fue lo único que le pasó por la cabeza mientras esquivaba una, dos, tres arremetidas de Lena. El cuarto movimiento fue tan brutal que pudo haber abollado un poste de luz hasta doblarlo por la mitad. River no tuvo oportunidad sino de utilizar su antebrazo como escudo. Un movimiento del que se arrepintió al instante.

Aunque River logró contener un grito de dolor, su cara lo delató.

    
—¿Creías que no me iba a dar cuenta? —preguntó Lena.

—Ahora sabes por qué no me molesté en terminar lo que comencé —admitió River.

—Pero él está vivo —dijo Lena acusándolo.

—Él está vivo y nosotros estamos jodidos.

—¿Te rindes?

Lo último que River vio fue Lena sonriendo. Entre un segundo y el otro, se encontraba en el piso y no supo el porqué. Desde el suelo, River giró su cuerpo aprovechando su propia caída, y le estampó una patada en el costado a Lena.

«Como golpear concreto».

A pesar de haber huido de los ojos púrpuras, Lena mantenía muchas de sus habilidades tan afiladas como siempre. No así sus otros talentos. River podía sentirlo.

—Todavía te queda algo en el tanque —reconoció Lena.

—Más de lo que crees —dijo River.

Lena se tanteó los bolsillos traseros del pantalón y sonrió negando con la cabeza. Sus ojos eran dos dagas azules. Pareció que iba a decir algo, pero solo apretó los labios saboreando la amarga derrota.
—¿Y ahora? —preguntó cruzando los brazos.

River le lanzó la brújula para que ella la atajara.


—Ahora... Que comiencen las clases.

Continuará...

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domingo, 26 de enero de 2014

El Infierno de los Suicidas. capítulo 31: Rodrígo

Sin electricidad, con el cielo cerrado, y una mortaja perpetua de lluvia; era como si la luz hubiese muerto.

—¿Qué coño pasa? —preguntó Rodrigo al asomarse por una ventana destrozada de la Torre David.

El vértigo le causó náuseas.

Tenía que salir de allí.


La Torre David estaba en pie de milagro. Con las entrañas de los primeros pisos destrozadas, el cuerpo del edificio estaba inclinado; su cabeza unida con la torre contigua en un beso de vidrios rotos, concreto despedazado y cadáveres.

Cuando la torre se sacudió, Rodrigo recordó el 9/11 y la avalancha de humo que se tragó a las personas que corrían desesperadas.

«Pensé que moriría aplastado».

Rodrigo bajó como pudo y al cabo de rato estaba empapado. Con cada paso sintió que sus zapatos eran bocas gigantes que le chupaban los pies. Sus vaqueros se volvieron pesados, y la camisa se le pegó al cuerpo.

Sonrió.

«Y así me gustaba jugar al fútbol de niño, bajo la lluvia, con una gorra chorreando».

Rodrigo no supo por qué le vino eso a la mente, pero recordó cuando él y sus amigos se escabullían a la casa del viejo Bruno, en pleno aguacero, para una partida envuelta en truenos y relámpagos.

Mientras se tapaba con su chaqueta no quiso admitir que extrañaba ese maldito pueblo. Ese caserío en el que todos los días se sentían aletargados como un domingo. Esa habitación que se le antojaba tan sofocante como el interior de un ataúd.

Rodrigo chasqueó la lengua.


«¿Y por qué lo extrañas entonces?»

A Rodrigo le pareció que la vida era más simple.

—Dios. La vida era más fácil esta mañana —dijo al caer en cuenta de la magnitud del desastre.

Haber llegado tarde, el regaño del señor Yamaoka... Todo eso parecía poca cosa ahora que comenzaba a deambular por el laberíntico mausoleo en el que se había transformado la ciudad.  

Todo era un caos de escombros, autos sin vida, llamas amarillas y rojas serpenteando dentro de apartamentos, escritorios mutilados en las calles, y cristales acechando en medio de un mar de objetos huérfanos.

«Pero casi no hay cuerpos», pensó antes de echar a correr al darse cuenta de lo que tenía sobre su cabeza.

Apenas y sostenido por unos cables, un helicóptero de la emisora 96.9 FM, de esos que van hablando del tráfico, estaba colgado en unos cables de alta tensión como una mosca atrapada en una tela de araña.

Una vez lejos del helicóptero miró a los lados, y no encontró un solo alma por la calle. Rodrigo se limitó a quedarse quieto, deseando escuchar algo o ver a alguien. De repente, sintió el impulso de echar a correr, gritar, buscar ayuda. ¿Pero quién lo ayudaría?

—Estoy solo.


En el medio de la calle, entre un Honda hecho añicos, un Aveo humeante y una Gran Cherokee en perfecto estado, excepto por manchas de sangre en el interior de los cristales del asiento trasero, Rodrigo caminó temblando.

Quiso tragar, pero no pudo. Se volvió muy consciente de que tenía un capa de saliva pastosa en la lengua.

—¿Hola? —preguntó justo antes de maldecirse por perpetuar el cliché de las películas de miedo.

«¿Quién dice "hola" en medio de una ciudad que parece sacada de una película de Jorge Romero?»

—Yo —dijo molesto consigo mismo—. Ese es quien. Maldita sea.

Rodrigo consultó el reloj y se percató que tampoco funcionaba. Siguió moviéndose calle abajo y contempló la oscuridad, dudando si pedir ayuda en voz alta. No lo hizo. Con tanto silencio, el sonido de su propia voz lo ponía nervioso.

De pronto, estiró el cuello y puso los ojos como platos al sentir que un escalofrío le recorría la espalda. Rodrigo se inclinó hacia un lado, girando la cabeza para escuchar mejor. Un ruido, un ruido había cortado el silencio.

Esta vez sí estaba seguro.

No se encontraba solo.

Continuará...

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domingo, 19 de enero de 2014

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 30: Víctor

Una mancha roja cubrió el sol, el mar, y una pequeña casita en la pradera.

Víctor levantó el pie al escuchar un crac bajo su zapato, y vio que uno de los crayones de cera de Heather ahora parecía una pasta sanguinolenta en el dibujo de su hija.

«¿Dónde está?»



—¡Heather! —Víctor la llamó desesperado, una y otra vez.

Cada centímetro de su cocina estaba como lo había dejado cinco minutos antes: Los feos gabinetes, los trastos sucios que siempre terminaban apiñados hasta el fin de semana, la lámpara-ventilador que había en el techo… Todo igual. Excepto por su hija. Su hija no estaba en ninguna parte.

Antes de subir las escaleras, Víctor fue al closet. Por un instante creyó que la vería escondida entre las frazadas, abrazando a ‘Alfiler’, su peluche con forma de cactus.

—Son los truenos, papi —le diría Heather.

Y Víctor entendería, la abrazaría.

Pero eso nunca sucedió.

Heather no estaba allí.


Víctor intentó rehuir sus entrañas heladas y tumbó un par de cajas en la que se leía ‘Diana’, hasta encontrar las linternas. Tenía dos. Ninguna funcionó.

—Coño —murmuró apretando la quijada.

El enervante ruido de la lluvia lo enloquecía, pero era cuando los relámpagos fulminaban, en medio de un colosal desplome de truenos, que su corazón desbocado llegaba al filo del infarto.

—Vamos —masculló mirando el inservible aparato en sus manos. Víctor presionó el interruptor con tanta fuerza que se le clavó debajo de la uña. «Una pesadilla», dijo una voz en su interior, antes de que estrellara ambas linternas contra el piso—. ¡Maldición!

A oscuras, subió las escaleras de dos en dos, hasta que tuvo que detenerse y apoyarse en el pasamano. La vieja herida de fútbol le estaba castigando la pierna.

—Heather, no estés jugando —dijo queriendo escuchar una respuesta.

Nada.

Nadie.

Su alcoba, de por sí cargada de ese aire triste que se respira en los funerales, le pareció incluso aterradora. Así, con el mundo lavado de colores, todo parecía irreal y frágil. Como si bastara con tocar una pared para que esta se deshiciera en pedazos.

Víctor miró debajo de la cama, en el armario, detrás de las fantasmales cortinas blancas. La soledad era sobrecogedora, absoluta. Derrotado, se sentó en la cama y negó con la cabeza. Sin quererlo, Víctor movió la mano sobre las sábanas esperando encontrar a su esposa.

Pero estaba solo.


Únicamente tenía a Heather, y ahora…

—No tienes tiempo para pensar estupideces —se dijo.

De nuevo, Víctor revisó cada rincón de la casa. Incluso salió al patio trasero, solo para encontrar un triciclo caído sobre la grama descuidada.

—¡Heather! —gritó a todo pulmón.

Víctor miró a los lados sin encontrar a nadie.

Dentro, empapado hasta los huesos, siguió hasta el pequeño cuarto de lavado, tras recordar que hacía poco su hija había pretendido en juego que la lavadora era su transbordador espacial.

—Lo voy a usar para ir al cielo y ver a mami —le había dicho Heather.

—¿Hija? —preguntó Víctor, pero lo único que encontró fue un jean arrugado que había olvidado recoger—. ¡Aghh!

De un manotazo, Víctor tumbó unos potes medio vacíos de detergentes, pateó una lata de pintura, tiró al suelo el coleto, y despedazó el palo de la escoba al golpearlo contra el marco de la puerta.

Víctor sintió un dolor familiar en la lengua, una sed que no se calmaba con agua; así que regresó a la cocina y masticó una aspirina. La rumió hasta que la amarga mezcla que se metía entre los dientes lo hizo olvidar las ganas de buscarse una botella.

—Heather —murmuró.

Ya no la llamaba. Dijo su nombre inseguro de que tuviera significado alguno, como quien se repite algo por temor a olvidar.

De inmediato, agarró las llaves del auto y se detuvo en la puerta. Su mano apenas y rozaba el pomo. ¿Y si su hija estaba atropellada afuera? ¿Y si Heather había encontrado una soga y se había ahorcado en el árbol junto al porche de los Wilson? ¿Será que su pequeña había sido secuestrada?

Nada de eso era real.

Pero podría serlo una vez abriese la puerta.


Y sin embargo, aunque jamás lo imaginó, la realidad que encontraría afuera sería mucho peor a todos sus temores. 

Continuará...

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