Víctor
Donovan Westbrook se ahogaba en una turbia oscuridad.
O
al menos eso sintió al despertar en la madrugada, sacudido por unos
terribles gritos en su casa.
Se
llevó la mano al pecho presionándolo con fuerza, temiendo que sus latidos
frenéticos fuesen a terminar en un
infarto. La cabeza le palpitaba. Sentía que algo le lastimaba los ojos desde
adentro.
Miró
a su izquierda y removió la frazada de un tirón solo para comprobar que su cama
estaba vacía.
—¿Diana?
—murmuró.
«No está», dijo una sombría voz en su cabeza.
Salió de la cama de un brinco. Quiso correr sin lograrlo. Sus 55 años y la maldita artritis le estaban jugando tretas.
«¡Joder!»
Sintió un agudo aguijonazo de dolor en el dedo pequeño de su pie, al tropezarse con el filo de la puerta.
Salió de la cama de un brinco. Quiso correr sin lograrlo. Sus 55 años y la maldita artritis le estaban jugando tretas.
«¡Joder!»
Sintió un agudo aguijonazo de dolor en el dedo pequeño de su pie, al tropezarse con el filo de la puerta.
Casi
se detuvo, pero los gritos seguían.
—Heather... Heather —repitió para asegurarle a su hija que ya estaba cerca.
Cojeó
por el resto del camino, apoyando el talón intentando sacudirse el dolor sin mucho
éxito, hasta que llegó al final de un pasillo que se le antojó eterno.
«Santo
Dios» fue lo único que le cruzó por la mente al llegar a la habitación.
Heather
era menuda, de cabello oscuro como un cuervo, y un inocente rostro redondo. El
tipo de niña que provoca abrazar y proteger.
Sin
embargo, ahora, Víctor estaba congelado de miedo al verla.
Heather
se encontraba de pie sobre la cama con la espalda curvada en un ángulo antinatural,
doloroso. Sus puños crispados. Su rostro retorcido en un rictus de pánico puro.
Víctor
no pudo evitar pensar en 'El Exorcista' y esas películas de miedo que tanto odiaba.
—¡Heather!
Se
acercó a ella y la tomó por los hombros. La niña tenía el pijama empapado de
sudor frío. Víctor la llamó una y otra vez, pero ella estaba perdida en el laberinto del
miedo.
Los
segundos se arrastraron lastimosamente, mientras Heather cambiaba los gritos por
una palabra que Víctor no quería oír:
—Mami,
mami.
—Shhh
—Víctor la abrazó y se meció arrullándola—.Vamos. Respira lento como papá.
Él
apretó los ojos y llenó sus pulmones de paciencia.
«Malditos
doctores no saben nada», pensó.
Puso
la barbilla sobre la cabecita de su hija y tragó con dificultad. Así se quedaron
un buen rato; hasta que se dio cuenta que lo peor que podía hacer era
permanecer en esa maldita habitación, a oscuras, acechados por fantasmas de sus recuerdos.
—¿Cap'n
Crunch? —preguntó Víctor.
Heather
asintió.
No
habían pasado cinco minutos cuando ambos ya estaban abajo; ella con un bol de
cereal y los cuidados de Hi-5 (las mejores niñeras del mundo en opinión de
Víctor); él frotándose los ojos y luchando por mantener un tono de voz calmado por
el teléfono.
—¿Será
que me escucha un momento?
No
gritarle a la idiota al otro lado del auricular era una hazaña épica.
—Se
lo repito, el doctor Wallerstein no está de guardia.
—Lo
sé —dijo Víctor tragándose la rabia—, por favor deme el número de su casa.
—Si usted es su paciente, debió de haberle dado su número móvil.
—¿Le
sueno como un niño?
—¿Qué?
—preguntó la mujer.
—Wallerstein
es un jodido pediatra. ¿Le sueno como un niño?
—No
me levante la voz.
Víctor
se frotó la boca con la mano y apoyó el brazo en la pared, una pared que quería
reventar a trancazos con cada segundo que pasaba.
—Mire... —suspiró—. Mi hija está gritando, ¿entiende? Gri-tan-do de dolor en las noches. No puede dormir. Si esto no es una
emergencia...
—Ah,
es usted —dijo reconociéndole—. Su hija tiene terrores nocturnos–
—¡Ya
sé que es lo que tiene!
—Si
no se calma-
Sus
nudillos atacaron la pared.
—Quiero
hablar con el médico de turno.
—La
doctora está atendiendo una emergencia.
Víctor
encontró un resabio a desdén en la palabra emergencia.
—¿Una
verdadera emergencia?
Escuchó
claramente como la mujer soltaba una bocanada de aire cargada de desprecio.
Casi podía verla torciéndole los ojos.
—Llame en horario de
oficina y pida una cita. Buenas noches.
El
pitido en el teléfono fue como una patada en la ingle.
Víctor
arrojó el inalámbrico contra el sofá. ¿Qué se supone que haría ahora? Diana, su esposa, sabría
qué hacer. Ella era quien entendía a la pequeña Heather; era quien sabía
cuándo su tos significaba gripe con solo oírla.
Pero
su esposa había muerto hace tres meses.
La
había perdido.
Así como pronto perdería a la pequeña Heather también.
Así como pronto perdería a la pequeña Heather también.
Continuará...
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Más
historias inconexas se unirán en un evento que definirá el destino de la
humanidad. ¿Quién es Víctor? ¿De qué lado estará en el Apocalipsis de Lucas?
Pronto, sabrás las respuestas.
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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