Eran las siete de la mañana cuando Brit se preguntó si su
padre quería matarla.
«Debe estar considerándolo», pensó al notar como los
nudillos de Kevin emblanquecían al apretar el volante como si lo quisiera estrangular.
Volvió a cerrar los ojos para pretender que dormía antes de
que alguien se diera cuenta que-
—Brit.
Demasiado tarde.
«Shhh…. Cállate, Ed.»
—Brit —insistió Ed—. Hermana...
—Estoy dormida.
Ed se quedó callado un par de segundos. Su mata de cabello
ondulado, casi cobrizo, caía sobre sus ojos confundidos.
—¿Cómo puedes hablar y estar dormida a la vez? —preguntó el
niño de siete años.
Brit se frotó los párpados con los dedos y sacudió la
cabeza.
—Sonambulismo.
—¿Eso qué es?
—Googléalo, bobo.
—¡Papá! —se quejó Ed.
—No seas grosera con tu hermano —ordenó Kevin de inmediato.
Tras horas de viaje, no habían avanzado prácticamente nada.
Desde antes del amanecer un chaparrón épico había colgado
una gruesa cortina de agua sobre la carretera contra la que los limpiaparabrisas no podían hacer nada.
El móvil en su mano seguía sin señal. Esto significaba que
lo único que evitaba que se lanzara del carro era su Playlist.
—Mierda.
Y ya no le quedaba casi batería.
—Brit —repitió su hermano.
—Dios, Ed. ¿Qué?
El niño se encogió un poco en su asiento y tiró al suelo una galleta
que tenía en la mano.
—Nada.
Brit puso los ojos en blanco y soltó una bocanada de aire.
Sabía que esto pasaría. Se lo había advertido a Kevin. Pero, ¿le hizo caso?
No.
Estar confinada en un auto con la indeseable, su hermano y
Kevin era una bomba de tiempo.
La incómoda sensación de que alguien la miraba fijamente, hizo
que Brit abriera los ojos.
Rebeca, su madrastra peliteñida, la observaba con ojos de cachorro en perrera. ¡Cómo odiaba esa mirada! Pura hipocresía. Era mierda enmascarada
con spray de lavanda.
Siempre que la veía así, venía un reproche.
—Ay, Brit. No seas así.
Siempre.
«Tan predecible que da lástima.»
Brit se lo pensó mejor. Sonrió. Si su desabrida madrastra quería jugar, entonces iba a divertirse.
—¿Así cómo?
—Ed iba a darte una galleta.
—Si ser idiota fuese un súper poder... ¿Te llamarías Blonder Woman?
—Brit —amenazó su padre.
«¿Hasta cuándo va a usar mi nombre como un regaño?»
Brit presionó la pantalla de su iPhone para darle play a
cualquier tema con tal de no escucharlos más.
Apenas y consiguió escuchar un verso antes que Kevin se
volteara y le arrancara los audífonos de un tirón.
El carro chilló al derrapar sobre el asfalto empapado.
—¿Demente o qué? —preguntó
Brit.
—Amor, cuidado —pidió Rebeca.
En su asiento, Ed lloraba en silencio. Conocía la rutina.
Cuando las venas en la frente de Kevin brotaban como anacondas, lo mejor era no
decir pío.
—Discúlpate —ordenó Kevin clavándole los ojos desde el
retrovisor.
Brit se lamió los
labios y hurgó en su morral. Tenía un sabor a cloaca en la garganta y su saliva
estaba pastosa. «Mataría por una Coca-Cola».
—¡Brit!
—¡Jesús! ¿Qué?
—Ya te hablé.
Ahí estaba, en el fondo de su cartera. Una dulce,
burbujeante y deliciosa Coca-Cola.
—¿Disculparme por qué? —preguntó abriendo la lata.
—No te hagas la tonta.
Le dio un glorioso sorbo a su refresco y después no se movió ni un
centímetro, a pesar que en su espalda había un necio escalofrío deseando traicionarla.
«Si no te mueves. No te verá» pensó recordando una frase de una de sus películas favoritas.
—Britney... —reclamó Kevin en un tono de falsa calma.
—Papá —dijo Ed con la voz menguada.
—Britney, te estoy hablando.
—Papá... —clamó el pequeño.
Brit luchó por no ver a su hermanastro. Aún de
reojo notó que el niño sudaba frío y se le había ido el color del rostro. Puede
que Ed le hiciera la vida cuadritos, pero no le gustaba verlo llorar.
—Bien —dijo Brit—. Lo lamento. Lamento ser una carga.
Lamento que te duela el bolsillo por haberme regalado esa linda camisa de
fuerza. Lamento ser un puto reflejo de lo que dejaste atrás.
—¿Qué? —preguntó Kevin atónito.
Rebeca le puso la mano en el hombro a su marido y le dijo:
—Amor, ya.
—No —bufó Kevin.
—Papi... —lloró Ed.
—¿Sabes lo que he hecho? Nada es suficiente. Eres igual a-
—Dilo —lo retó Brit.
El vómito de Ed, leve primero y luego largo y espeso, cayó
justo donde había tirado la galleta minutos atrás.
—No me siento bien.
—¡Dios mío! —exclamó Rebeca poniendo los ojos como platos—. Detén
el auto.
—¿Qué pasó? —Kevin miró sobre su hombro y se puso pálido—. ¿Eso
es…?
Nadie respondió.
Era obvio.
«Sangre.»
Su hermano vomitaba sangre.
Continuará...
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¡Prepárense para más del Infierno de los Suicidas mañana!
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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