Jesucristo recibió un
balazo en la cabeza.
El siguiente par de
disparos fue tan rápido que casi hubo un solo eco. Aunque el afiche religioso
adherido a la diana en la galería de tiro se movió con el fulminante latigazo
de cada balazo, sólo había un agujero.
Todas y cada una de
las balas habían dado en el blanco exactamente en el mismo lugar.
Por lo que, cuando las
siguiente cuatro detonaciones despedazaron la efigie en los ojos, la boca y la
garganta, estaba claro que así lo deseaba el tirador.
Ni siquiera un neurocirujano
tiene tanta precisión.
Helena Brennan tenía
el pulso firme y la mirada tranquila al sostener su humeante nueve milímetros, incluso
sabiendo que la luz roja sobre la puerta llevaba titilando por lo menos diez
segundos.
Una lucecita roja que significaba
que su tiempo de catarsis había terminado.
«Abusan de mi
paciencia.»
Presionó un botón y el
afiche que usó como diana se acercó.
En una serie de movimientos
mecánicos Lena removió la imagen de Cristo baleado y se quitó los lentes amarillos y
los audífonos protectores. Con indiferencia, se aseguró de hacer trizas lo que
quedaba del afiche del hijo del dios cristiano hasta dejarlo irreconocible.
Aunque con su trabajo
venían varias comodidades, como tener una galería de tiro privada, dispararles
a figuras religiosas no estaba incluido en el paquete.
Lena se sonrió al
fantasear con el festín mediático que habría si se supiera que una figura tan
pública como ella tenía como hobby dispararle a símbolos religiosos.
Hace unos días se
había dado el gusto de dejar como colador a los dioses griegos. La semana anterior,
Amón y sus congéneres egipcios habían caído abaleados. Y la próxima semana... «¿Los Ishvarás?».
Hizo una mueca con la boca al considerar la idea: «Nada mal.»
Lena guardó el arma y
se puso el saco gris sobre su elegante camisa blanca.
Luego, se detuvo frente al espejo y alisó los
pocos pliegues que pudiese haber en su atuendo. Un atuendo perfectamente
calculado para jugar el juego de la política.
Al salir, Lena se colocó
unas gafas de prescripción que no necesitaba(excepto para sumar años a su apariencia) y
caminó a paso firme en sus exquisitos tacones negros mientras su asistente la ametrallaba con preguntas e información acerca
de la jornada.
Cuando se invertía tanto tiempo moviendo hilos en el Congreso, regalarse unos minutos para practicar su puntería, y destrozar deidades, le parecía poca cosa.
—El senador Duke dejó un mensaje en-
—Lo sé.
Arthur McMillan, su
asistente, anotó algo en su agenda digital.
A Lena le parecía que
siempre que hablaban, sin importar el tema, Arthur tomaba notas.
—¿Lista para el vuelo de
mañana?
—¿Tengo opción?
—Cancelaron su tres de
la tarde a causa de la lluvia —continuó Arthur.
Lena reprochó arqueando
su ceja.
—Estúpida gente de azúcar.
Fue como si el flash
de una cámara gigante hubiese fotografiado el pasillo con un cegador destello
escarlata.
Lena levantó la cabeza
y frunció el ceño escuchando el rugido explosivo que sucedió al relámpago.
«No puede ser», pensó.
Alguien bromeó acerca
del diluvio universal. A Lena no le hizo gracia.
La siguiente media
hora, y todo el trayecto en la limusina blindada, fue igual de intenso.
Preguntas y respuestas cortas acerca de senadores, donaciones, reporteros,
proyectos de ley y entrevistas. Una especie de match de tenis verbal que Lena dominaba con maestría.
Nadie notó que su
atención estaba en otra parte.
«Esta lluvia. No es
normal.»
—Eh... —comenzó Arthur.
—Habla —ordenó Lena—. Odio cuando te atascas en una letra.
Arthur sonrió tímidamente.
Dudó antes de hablar.
—Umm... Lo está haciendo
otra vez.
—¿Qué?
—preguntó Lena después de alargar un incómodo silencio.
Ella sabía qué. Estaba
mordiendo la pata de sus anteojos de
nuevo.
Lena lo hacía sin
darse cuenta. Para ella era un tic nervioso, un signo de debilidad; para su
jefe, era otra cosa:
—Si posas como una actriz porno, alimentarás el rumor de
que te contraté por tu apariencia.
«Hombres» pensó Lena colocándose
los anteojos de nuevo. Aunque, en el
fondo, reconocía que su apariencia casi juvenil podía ser una carga pesada en el lodazal
político de Washington.
Lena se pasó la mano
por el cabello, y castigó a su asistente con una mirada glaciar.
—¿Llegó? —preguntó
Lena cambiando el tema. (No le gustaba que Arthur la corrigiera ni en público ni
en privado.)
—¿Quién?
—Alicia, a la fiesta
del té —respondió Lena con sarcasmo.
Arthur se dio cuenta
de que había metido la pata.
—No, señora. El
presidente no ha llegado.
Lena se sintió
aliviada. No le gustaba para nada esta lluvia. Y, si algo pasaba, prefería estar cerca de Obama.
Al presidente de los
estados unidos no le pasaría nada mientras Lena pudiese evitarlo.
Continuará...
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El Infierno de los Suicidas publica todos los martes y jueves. No dejes de venir en un par de días para continuar viviendo la batalla final entre ángeles y demonios por las almas de los humanos.
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