sábado, 23 de noviembre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 29: LENA

—"Abandona toda esperanza, tú que entras aquí" —dijo River con sorna emergiendo de la oscuridad de su celda.

—Luces bien para estar muerto —dijo Lena intentando mantener la compostura.


River se recostó en el umbral de SHU, al mejor estilo de James Dean, y curvó sus labios en una expresión divertida. Excepto por su cabello al ras, y el traje naranja que usaban todos los reos, lucía igual que la última vez: la misma quijada fuerte, el mismo aire de malicia que podía bajar faldas sin esfuerzo.

—Quizás soy un zombi muy atractivo —dijo River humedeciéndose la boca con la lengua. 
    
—¿Qué haces aquí? —preguntó Lena frunciendo el entrecejo.

—Evitar violaciones todos los lunes y miércoles, evadir puñaladas cada otro sábado… —su expresión se hizo de repente implacable—. La verdadera pregunta es: ¿Qué haces aquí?

La pregunta la tomó por sorpresa. Lena no lo sabía. Se estaba moviendo por inercia. Tenía la  esperanza de que la brújula le hubiese llevado a alguna respuesta.

«Pero no a él».

Muy pronto la ausencia de una respuesta se hizo pesada, y mantener el contacto con visual con el gélido ojo azul y el inquietante ojo violeta de River se volvió una tarea titánica.

Lena solo conocía dos personas más con esa callada intensidad; esa forma intimidante de ver que la hacían creer que solo bastaba con una mirada para violar su alma. Por fortuna, esas dos personas estaban muertas.

«Igual que River», bufó una voz en su interior.  

Lena retrocedió. Dio un paso hacia atrás sin quitarle mirada de encima. No caería en su trampa. Si River quería continuar tendría que salir de la celda, y jugar su juego.  

—No te recuerdo tan tímida —dijo River.

—¿Te escondes? —preguntó Lena acusándole. Sabía que atacar su ego era la mejor forma de hacer mella en su coraza.

—¿Esconderme? —River sonrió, pero había una ferocidad latente en su mueca—. No tengo nada que perder. Llevo años esperando que vengan a matarme.

Ambos se estaban midiendo, calculando las intenciones del otro, caminando en círculos como dos felinos enjaulados que se preparan para el ataque. 

—No eres más que un mocoso escondido debajo de la cama —dijo Lena.

—Yo no soy el que buscas, Lena —dijo River entrecerrando los ojos—. No puedo hacerlo.

—Maldita sea, River. No tenemos tiempo para esto. Solo tú puedes joder el apocalipsis. ¿Sabes qué está pasando?

—¿Lo sabes tú?

—Quizás —respondió Lena arrojándole la brújula que había llegado con el paquete que le entregaron justo antes de la explosión—. ¿Reconoces esto?

River la observó detalladamente, como si quisiera grabar todos los detalles del objeto en su memoria.

—Creo que estás un poco mayorcita para jugar a “Dora la Exploradora”.

—Sigues teniendo una gran boca —recriminó Lena sintiéndose ofendida.

—¿Sigues teniendo la garganta profunda? —bromeó River.

Lena respiró hondo.

—Acéptalo, tenemos que irnos.

River se recostó de nuevo contra la pared.

—¿Cuál es la prisa? Ni que el mundo se fuera a acabar… Otra vez.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, Lena lo estaba apuntando con su Beretta.

—Debí matarte cuando tuve la oportunidad.

River abrió los brazos dándole la bienvenida al prospecto de un balazo. Ninguno de los dos se movió. Ni siquiera cuando parpadearon los relámpagos feroces, acompañados por truenos que retumbaban enfurecidos.  

—¿Y bien? —preguntó River—. ¿No me faltan un par de orificios en el pecho?

—Reconoces la brújula —insistió Lena.

—Laura —asintió River. Se notaba que el nombre pesaba en su lengua.

Por primera vez en toda la conversación, River desvió la mirada.

—Mira allá afuera, Lena. Jamás pensé que el hijo de puta lo haría. Pero lo hizo, y ganó.

—No creo que Lucas haya seguido las reglas del juego.

—Si sigue con vida déjalo que venga —desafío River—, todos los demás estamos muertos.  
—No estoy tan segura de que todos estén muertos —elucubró Lena—. Alguien me envió la brújula, junto con un rollo de vídeo Super 8.

River cruzó los brazos.

—Sabes que no me gustan las películas.

—Que nadie te encontrara hasta ahora, a pesar de estar justo bajo nuestras narices, la brújula, la película… Creo que todo tiene que ver con Laura y Rain.

—¿Qué?

Lena giró la Beretta sobre su eje, y le ofreció el mango de la pistola a River. 

—Puede que tu hermana esté tan muerta como tú.

—En ese caso…

River agarró la culata de la semiautomática, pero Lena se aferró a ella en el último instante.

—¿Seguro? No habrá marcha atrás.

Insistiendo, River asió el arma de fuego y dijo con una sonrisa afilada en los labios:

—Llegó la hora de joderle el apocalipsis a dios.

Final del Volumen 1

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miércoles, 13 de noviembre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 28: LENA

—Una brújula sin norte —dijo Lena tras torcer y sacudir el cuerpo del tubo fluorescente en su mano en un intento por diluir la espesa oscuridad—. ¿A dónde vamos ahora?


Lena alumbró la brújula colgada en su cuello y giró a la derecha. El espectral fulgor cetrino del cilindro químico le confería un aspecto agobiante a los de por sí lúgubres pasillos enrejados; como si estuviese viendo las cosas lacadas en el mismo verde tétrico de unos lentes de visión nocturna.

—Ajá —exclamó contenta al encontrar lo que buscaba, solo para desanimarse de inmediato. El robusto manojo de llaves sobre la mesa más que una solución era un nuevo problema—. Esto va a tardar por siempre.

Aun cuando perteneció a “The Shadows”, Lena nunca tuvo ese talento de forzar cerraduras, o correlacionar el metal de la llave con el del cerrojo para acertar al primer intento.

Lena podía encajar su hombro dislocado a voluntad o suturar sus propias heridas, tal como lo había hecho en su apartamento al buscar una pistola y un atuendo que combinase con sus ganas de matar; pero ganzuar no era lo suyo.  

Ya había probado con siete llaves cuando un quejido metálico la hizo mirar sobre su hombro hacia la impenetrable negrura. Se escuchó como si las paredes estuviesen sollozando de dolor.

Desempaca tus cojones, mujer —se dijo así misma—. Son solo las tuberías.
Luego de una respiración profunda, y resolver probar suerte con la octava llave, otro ruido la obligó desenfundar su arma.

«Vamos, cabrón  —pensó apuntando su pistola a la penumbra—. Mi dedo tiene hambre de gatillo».


Lena caminó a paso firme y afiló sus sentidos hasta notar cada detalle en el corredor: la molesta humedad, los tubos que se extendían en el techo, las lámparas de halógeno sin vida, la maloliente cubeta amarilla a lo lejos, el siseo de la perenne lluvia, y el coleto junto a las pozas de vómito sanguinolento.

Acto seguido, Lena captó algo con el rabillo del ojo y se volvió, pistola primero, para encontrarse cara a cara con el rostro fantasmal de una mujer flotando frete a ella.

Sin embargo, en lugar de disparar, se sonrió.

—El verde no te sienta, Helena —dijo advirtiendo su reflejo en la caja de plástico metalizado y cristal donde se guardan los extintores.

No obstante, su aspecto consumido poco tenía que ver con la luz. Lena tenía los bordes de las fosas nasales manchados de sangre y la piel entorno a sus ojos estaba sensible e irritada, como si les hubiese caído agua caliente encima.

«Bonito momento para preocuparte de tu apariencia», pensó al girar una de las llaves en la cerradura, para luego maldecirse por el tiempo perdido.

Desde que había entrado a ese maldito lugar con sus decenas de puertas, retorcidos pasillos, largas rejas multiformes y coronas de púas, Lena malgastado tiempo invaluable.

—Entrar por la fuerza a prisión es tan difícil como escapar —dijo por lo bajo—. Al menos la brújula sirve.

Entonces, escuchó algo de nuevo: Un chirrido seguido de un golpeteo.


Lena miró a su derecha. Solo había una mesa, una jarra medio vacía y un par de vasos plásticos, uno de ellos aplastado en medio de un charco de café.

«No hay nadie».

O eso creyó hasta que se topó con un par de ojos pequeños y malévolos que brillaron casi tanto como los colmillos feroces que la amenazaban.

Ratas. ¡Cómo las odio! —dijo al observar cómo el enorme roedor saltaba ágilmente y se perdía por un pasadizo que hasta ahora Lena no había notado—. Un momento...

Al echarle una mirada a la brújula, vio que la aguja cambiaba de dirección.

»Vaya, vaya. Gracias, Mickey.

Lena tomó su nuevo rumbo y no tardó en llegar al pabellón de aislamiento.

Haya sido instinto o suerte, solo necesitó un intento para lograr su meta. Con el grito oxidado de la puerta al abrirse acallando sus pasos, Lena retrocedió hasta que se escuchó una voz que dijo:

—"Abandona toda esperanza, tú que entras aquí".

Continuará...

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Solo queda un capítulo más para el desenlace del Volumen 1. Prepárate para el final del comienzo

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sábado, 9 de noviembre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 27: GEORGE

George pateó la ventana del carro, desesperado por escapar del sofocante caos negro, rojo y naranja de las llamas que amenazaban con incinerarlo vivo. Él creía que el vidrio se resquebrajaba, pero la negrura del amargo humo le aguijoneaba los ojos y se le metía por la garganta impidiéndole saber si podría salvarse.


El fuego chasqueaba y se arremolinaba, cada vez más cerca. George tosía y los ojos le picaban, el tiempo estaba perdiendo su significado y, por un instante, su cabeza coqueteó con sumergirse en una placentera oscuridad.

«Oh dios, me estoy desmayando».

Cuando por fin recuperó el sentido, George apoyó el codo y sintió cómo una lengua de calor abrasador le achicharraba una parte del antebrazo. Al retorcerse, comenzó a percatarse de que su piel se llenaba de ampollas.

—¡Aghhh!  

Una patada.

George recordó a su padre regalándole un balón de fútbol, a pesar de que le había pedido una cámara fotográfica para navidad.

Otra patada.

George revivió el momento en que el bravucón Larry Withman le robó su inhalador en el colegio, haciendo que casi muriera asfixiado.

Otra patada más.

Y George saboreó el suave beso de Will. Su primer beso real. Ese que hizo que lo hizo descubrir para qué equipo bateaba en el juego del amor.

—No estoy listo —murmuró George entre lágrimas, completamente agotado.


Una última patada.

Aunque el crepitar de la llamarada era ensordecedor, el crac del cristal rompiéndose fue lo único que George escuchó en ese momento.

De inmediato, se giró lo más rápido que pudo y se arrastró hasta salir del auto, alejándose del infierno que por poco lo atrapaba. George se quedó boca abajo, obligándose a tomar bocanadas de aire que aplacaran su tos y deshicieran el nudo que tenía en el pecho.

«¿Y ahora qué?», pensó sin querer chequear sus heridas. Temía ver su piel abierta y ennegrecida. ¿Y si sus heridas eran tan graves que de todas formas moriría? George prefirió no especular al respecto.  

La lluvia seguía y, para su decepción, el agua no alivió su dolor. Al contrario. Era incómodamente tibia, como una especie de fluido corporal.

«Sí. La misma temperatura que la orina». 

George sintió un pinchazo en la rodilla al levantarse y vio a su alrededor.

—Dios mío —exclamó estremecido por el horror de la tragedia que lo envolvía.


La parte trasera del fuselaje de un avión de American Airlines estaba clavada en el suelo, su cola erguida sobre la catástrofe de muerte y destrucción que lo rodeaba. George solo había visto algo así en las películas de guerra.

Las entrañas de la nave derramadas  por doquier, chispas mezclándose con el aguacero, equipajes cercenados, asientos todavía ocupados por cadáveres calcinados, pedazos de cuerpos amputados...

George quería ayudar, ver si quedaba alguien con vida, pero no vio a nadie. Solo se quedó allí, mientras su cerebro se sentía más y más como si estuviese hecho de algodón empapado. Lo único que parecía funcionar eran sus oídos.

Hubo una explosión lejos, y luego otra más. George ni siquiera se sobresaltó.

A lo lejos, en la entrada de la ciudad, se extendía una alfombra de vehículos sin vida, y el pavimento brillaba con trocitos de vidrio arrastrados por el aguacero. 

Las columnas de humo se alzaban altas hasta fundirse con el enrojecido y furiosos cielo tormentoso. 

La sangre se diluía con la turbia agua que corría a raudales por unos desagües, que ya pronto se desbordarían, y comenzarían a vomitar sus nauseabundos humores de nuevo a la calle.

—Pero no hay nadie. Todos... Desaparecieron.

Continuará...

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Entramos en la recta final del Volumen 1. ¿Quién sobrevivirá en “El Infierno de los Suicidas”?

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jueves, 7 de noviembre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 26: BRIT

La desolada tienda junto a la estación de servicio era fantasmal.

Solo iluminado por el relámpago ocasional, el interior del lugar era sobrecogedor. El refrigerador con refrescos estaba muerto; el contenido de las estanterías metálicas desparramado por el suelo: había bolsas de Doritos, latas de soda y empaques de suministros básicos mutilados por todas partes.


Sin embargo, lo peor de todo era el insoportable miasma de vómito y fluidos putrefactos. Brit se tapó la nariz y notó que entre la caja registradora y el mini estante con souvenirs había unos mapas salpicados de una viscosa sustancia negra.

«No los tocaría ni por un millón de dólares», pensó justo antes de escuchar la voz de Kevin:

—Acá atrás.

Brit y su madrastra, Rebeca, siguieron hasta el fondo del lúgubre pasillo caminando de puntas para no pisar los asquerosos Cheetos ahogados en un charco de Coca-Cola.

—Déjame ver a Ed —pidió Rebeca tras golpear la puerta cerrada del baño de caballeros.

—No —respondió Kevin sin abrir—. Sigue vomitando y creo que es contagioso.

El sonido de la garganta de su hermano esforzándose por contener el vómito hizo que Brit desviara la mirada, creyendo que eso la ayudaría a dominar sus lágrimas. Entonces miró los afiches que promocionaban cervezas, cigarrillos y golosinas. Los nombres de las marcas le parecieron epitafios.

—No me gusta este sitio —dijo Rebeca en un tono de voz tan débil que a Brit se le antojó enfermizo.

Por su cara congestionada era evidente que Rebeca también intentaba, inútilmente, controlar sus ganas de vomitar.

—Papá... —dijo Brit mientras le sostenía el cabello a Rebeca, tal como había hecho tantas veces con sus amigas después de una noche de juerga.

De inmediato, Brit sintió que algo acuoso se enredaba entre sus dedos. Le llevó un par de segundos entender que tenía un mechón de cabello en su mano.

Sin poder evitarlo, un grito desgarrador le subió desde los pies hasta la boca justo cuando pegó un salto hacia atrás.


No importó cuantas veces se restregó la mano en la falda; Brit no lograba sacudirse esa sensación babosa de cabellos mojados entre los dedos.  

Brit corrió y puso la mano sobre la puerta de cristal en la que se leía SODINEVNEIB y creyó desmayar. Lo único que pasaba por su cabeza era la última conversación que había tenido con Laura.

Y la cara de Charlie.

Y los tatuajes de Cassie.

«No puede ser», decía una voz en su interior al tiempo que el sonido de una puerta abriéndose detrás de ella la hizo voltear.

—¿Papá? —preguntó Brit casi sin reconocerlo.

En medio del mundo sin colores lavados por la feroz lluvia, la mancha roja en la boca de Kevin destacó como una promesa terrible. Él se balanceaba procurando equilibrio; su pecho y estómago sacudidos por violentos espasmos.

Kevin se cubrió la boca con la mano, pero fue incapaz de aguantar el buche de sangre entre sus dedos.

—¿Papá? —la voz de Brit se quebró en mil pedazos.

El borbollón rojo cayó desde la mano de Kevin, pero jamás llegó al suelo. Simplemente se desvaneció en medio del aire.

Kevin miró a Brit sin saber qué sucedía, sin recordar quién era. Solo repetía una y otra vez algo. Su rostro estaba desfigurado en una horrible mueca, y su voz vibraba al unísono con la de...

—¿Rebeca?

Brit supo lo que se sentía resbalar y caer al abismo de la locura. 


Ella no podía creer lo que veían sus ojos. Cerca de su padre, Rebeca caminaba como posesa, coreando las mismas palabras inteligibles a una velocidad inhumana.

Incapaz de mantenerse en pie, Brit se desplomó e intentó arrastrarse y alejarse del horror.

—¿Papá? —lloró.

La luz era famélica, y de eso al menos estaba agradecida.

Aun así, a pesar de que la oscuridad asfixiaba todo, Brit pudo ver como los ojos de su padre eran succionados dentro de sus cuencas; como la carne de Rebeca era rasgada en tirones y su rostro era engullido por una especie de agujero negro dentro de su boca.

Kevin y Rebeca estaban desapareciendo.

Cada pulgada de piel, carne, huesos y humanidad estaba siendo devorada por una fuerza invisible que dejaba como único rastro de su existencia solo pocas ristras de sangre.

Brit no pudo entender nada más. Solo supo que ella también vomitaba todo lo que había comido, luego la bilis y, cuando no le quedó nada más en sus entrañas, escupió aire. 

«Sigo yo», pensó esperando su turno para morir.

Continuará...

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El domingo verás cómo George lucha por sobrevivir cuando el infierno se desata en la tierra. No te pierdas el próximo capítulo de “El Infierno de los Suicidas”.