George pateó la ventana del carro, desesperado
por escapar del sofocante caos negro, rojo y naranja de las llamas que
amenazaban con incinerarlo vivo. Él creía que el vidrio se resquebrajaba, pero la
negrura del amargo humo le aguijoneaba los
ojos y se le metía por la garganta impidiéndole saber si podría salvarse.
El fuego chasqueaba y se arremolinaba, cada
vez más cerca. George tosía y los ojos le picaban, el tiempo estaba perdiendo
su significado y, por un instante, su cabeza coqueteó con sumergirse en una placentera
oscuridad.
«Oh dios, me estoy desmayando».
Cuando por fin recuperó el sentido, George
apoyó el codo y sintió cómo una lengua de calor abrasador le achicharraba una
parte del antebrazo. Al retorcerse, comenzó a percatarse de que su piel se
llenaba de ampollas.
—¡Aghhh!
Una patada.
George recordó a su padre regalándole un
balón de fútbol, a pesar de que le había pedido una cámara fotográfica para
navidad.
Otra patada.
George revivió el momento en que el bravucón
Larry Withman le robó su inhalador en el colegio, haciendo que casi muriera
asfixiado.
Otra patada más.
Y George saboreó el suave beso de Will. Su
primer beso real. Ese que hizo que lo hizo descubrir para qué equipo bateaba en
el juego del amor.
—No estoy listo —murmuró George entre lágrimas, completamente agotado.
Una última patada.
Aunque el crepitar de la llamarada era ensordecedor,
el crac del cristal rompiéndose fue lo único que George escuchó en ese momento.
De inmediato, se giró lo más rápido que pudo
y se arrastró hasta salir del auto, alejándose del infierno que por poco lo atrapaba.
George se quedó boca abajo, obligándose a tomar bocanadas de aire que aplacaran
su tos y deshicieran el nudo que tenía en el pecho.
«¿Y ahora qué?», pensó sin querer chequear
sus heridas. Temía ver su piel abierta y ennegrecida. ¿Y si sus heridas eran
tan graves que de todas formas moriría? George prefirió no especular al respecto.
La lluvia seguía y, para su decepción, el
agua no alivió su dolor. Al contrario. Era incómodamente tibia, como una
especie de fluido corporal.
«Sí. La misma temperatura que la orina».
George sintió un pinchazo en la rodilla al levantarse
y vio a su alrededor.
—Dios mío —exclamó estremecido por el horror de la tragedia que lo envolvía.
La parte trasera del fuselaje de un avión
de American Airlines estaba clavada en el suelo, su cola erguida sobre la catástrofe
de muerte y destrucción que lo rodeaba. George
solo había visto algo así en las películas de guerra.
Las entrañas de la nave derramadas por doquier, chispas mezclándose con el
aguacero, equipajes cercenados, asientos todavía ocupados por cadáveres
calcinados, pedazos de cuerpos amputados...
George quería ayudar, ver si quedaba alguien
con vida, pero no vio a nadie. Solo se
quedó allí, mientras su cerebro se sentía más y más como si estuviese hecho de
algodón empapado. Lo único que parecía funcionar eran sus oídos.
Hubo una explosión lejos, y luego otra más.
George ni siquiera se sobresaltó.
A lo lejos, en la entrada de la ciudad, se extendía una alfombra de vehículos sin
vida, y el pavimento brillaba con trocitos de vidrio arrastrados por el
aguacero.
Las columnas de humo se alzaban altas hasta fundirse con el
enrojecido y furiosos cielo tormentoso.
La sangre se diluía con la turbia agua que corría a raudales por unos desagües, que ya pronto se desbordarían, y comenzarían
a vomitar sus nauseabundos humores de nuevo a la calle.
—Pero no hay nadie. Todos... Desaparecieron.
Continuará...
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Entramos en la recta final del Volumen 1.
¿Quién sobrevivirá en “El Infierno de los Suicidas”?
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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