La desolada tienda
junto a la estación de servicio era fantasmal.
Solo iluminado por el
relámpago ocasional, el interior del lugar era sobrecogedor. El refrigerador con refrescos estaba muerto; el
contenido de las estanterías metálicas desparramado por el suelo: había bolsas
de Doritos, latas de soda y empaques de suministros básicos mutilados por
todas partes.
Sin embargo, lo peor
de todo era el insoportable miasma de vómito y fluidos putrefactos. Brit se
tapó la nariz y notó que entre la caja registradora y el mini estante con souvenirs
había unos mapas salpicados de una viscosa sustancia negra.
«No los tocaría ni
por un millón de dólares», pensó justo antes de escuchar la voz de Kevin:
—Acá atrás.
Brit y su madrastra,
Rebeca, siguieron hasta el fondo del lúgubre pasillo caminando de puntas para
no pisar los asquerosos Cheetos ahogados en un charco de Coca-Cola.
—Déjame ver a Ed —pidió
Rebeca tras golpear la puerta cerrada del baño de caballeros.
—No —respondió Kevin sin
abrir—. Sigue vomitando y creo que es contagioso.
El sonido de la
garganta de su hermano esforzándose por contener el vómito hizo que Brit desviara
la mirada, creyendo que eso la ayudaría a dominar sus lágrimas. Entonces miró los
afiches que promocionaban cervezas, cigarrillos y golosinas. Los nombres de las
marcas le parecieron epitafios.
—No me gusta este sitio
—dijo Rebeca en un tono de voz tan débil que a Brit se le antojó enfermizo.
Por su cara
congestionada era evidente que Rebeca también intentaba, inútilmente, controlar sus ganas de vomitar.
—Papá... —dijo Brit
mientras le sostenía el cabello a Rebeca, tal como había hecho tantas veces con
sus amigas después de una noche de juerga.
De inmediato, Brit sintió que algo acuoso se
enredaba entre sus dedos. Le llevó un par de segundos entender que tenía un
mechón de cabello en su mano.
Sin poder evitarlo, un grito desgarrador le subió desde los pies hasta la boca justo cuando pegó un salto hacia atrás.
No importó cuantas
veces se restregó la mano en la falda; Brit no lograba sacudirse esa sensación
babosa de cabellos mojados entre los dedos.
Brit corrió y puso la
mano sobre la puerta de cristal en la que se leía SODINEVNEIB y creyó desmayar. Lo único que pasaba por su cabeza era
la última conversación que había tenido con Laura.
Y la cara de Charlie.
Y los tatuajes de
Cassie.
«No puede ser», decía
una voz en su interior al tiempo que el sonido de una puerta abriéndose detrás
de ella la hizo voltear.
—¿Papá? —preguntó
Brit casi sin reconocerlo.
En medio del mundo
sin colores lavados por la feroz lluvia, la mancha roja en la boca de Kevin destacó
como una promesa terrible. Él se balanceaba procurando equilibrio; su pecho y estómago sacudidos por violentos espasmos.
Kevin se cubrió la
boca con la mano, pero fue incapaz de aguantar el buche de sangre entre sus
dedos.
—¿Papá? —la voz de Brit se quebró en mil pedazos.
El borbollón rojo
cayó desde la mano de Kevin, pero jamás llegó al suelo. Simplemente se
desvaneció en medio del aire.
Kevin miró a Brit sin
saber qué sucedía, sin recordar quién era. Solo repetía una y otra vez algo. Su
rostro estaba desfigurado en una horrible mueca, y su voz vibraba al unísono
con la de...
—¿Rebeca?
Brit supo lo que se sentía resbalar y caer al abismo de la locura.
Ella no podía creer lo que veían sus ojos.
Cerca de su padre, Rebeca caminaba como posesa, coreando las mismas palabras
inteligibles a una velocidad inhumana.
Incapaz de mantenerse
en pie, Brit se desplomó e intentó arrastrarse y alejarse del horror.
—¿Papá? —lloró.
La luz era famélica,
y de eso al menos estaba agradecida.
Aun así, a pesar de
que la oscuridad asfixiaba todo, Brit pudo ver como los ojos de su padre eran succionados
dentro de sus cuencas; como la carne de Rebeca era rasgada en tirones y su
rostro era engullido por una especie de agujero negro dentro de su boca.
Kevin y Rebeca
estaban desapareciendo.
Cada pulgada de piel,
carne, huesos y humanidad estaba siendo devorada por una fuerza invisible que
dejaba como único rastro de su existencia solo pocas ristras de
sangre.
Brit no pudo entender
nada más. Solo supo que ella también vomitaba todo lo que había comido, luego
la bilis y, cuando no le quedó nada más en sus entrañas, escupió aire.
«Sigo yo», pensó esperando
su turno para morir.
Continuará...
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El domingo verás cómo
George lucha por sobrevivir cuando el infierno se desata en la tierra. No te
pierdas el próximo capítulo de “El Infierno de los Suicidas”.
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