domingo, 20 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 22: LENA

Habían transcurrido horas de inclemente diluvio cuando Lena aprovechó para bajarse un poco la falda. El jefe de Gabinete de la Casa Blanca la estaba desvistiendo con la mirada, y Lena ya tenía suficiente con los chismes en el tabloide glorificado al que llamaban New Washington Herald, como para que también hablarán de sus muslos.

«Todo porque creen que soy una niña», sonrió Lena con malicia. «Si tan solo supieran mi edad».


—Llegaste tarde.

Lena miró sobre su hombro al senador Palmer, un hombre entrado en sus sesenta ataviado con un traje gris hecho a la medida, camisa blanca y una...

—¿Corbata roja? —preguntó Lena arqueando una ceja.

—¿Crimen a la moda? —quiso saber Palmer.

Lena le hizo una seña y los dos apresuraron el paso hacia uno de los angostos pasillos atestados de cajas polvorientas (y agentes de seguridad) que abundaban en las entrañas del museo.

—Le hablará a la nación de una nueva fuente de energía, peligrosamente volátil, ¿usando una prenda roja? —dijo Lena sacando una corbata verde de su cartera—. No lo creo, senador.

—Ajá —entendió Palmer.

Acto seguido Lena se volvió hacia Arthur, su asistente.

—Que atenúen las luces. Deja claro que si tocan la tecla del Medio Oriente, matamos el Q&A. Y tráeme el informe de las fundaciones.

—¡Ja! El presidente tiene razón —sonrió Palmer—. Nosotros ponemos orden en la nación, tú pones nuestras vidas en orden.

—Detrás de cada gran hombre... —dijo Lena.


—Estamos listos para usted, senador —intervino alguien detrás de ellos. 

Lena asintió y vio como el senador saludaba al público que aplaudía de pie mientras se acercaba al podio, junto al presidente Obama.

Poco después, Lena escuchó el splash de algo líquido derramándose cerca de ella. Solo esperaba que no fuese una tubería. Lo cual no sería de extrañar con el chaparrón que azotaba la costa oeste esa mañana.

«No puede ser». Lena sintió que su rostro se endurecía de rabia al descubrir lo que pasaba.

—¡Arthur! —regañó por lo bajo, al ver a su asistente vomitando.

—Perdón —dijo Arthur apretando una carpeta contra su pecho mientras se limpiaba la boca con un pañuelo.

Lena le chasqueó los dedos a una muchacha a su derecha.

—Limpia esto.

—Pero estoy encargada del sonido.

Lena la castigó con la mirada.

—Ahora.

La fetidez ácida golpeó a Lena en la nariz cuando tomó a Arthur por el brazo para llevarlo al baño en el otro extremo del pasillo.

—Perdón, mamá —murmuró su asistente.

«¿Mamá?» En ese instante Arthur dejó caer la carpeta que llevaba en brazos, y su contenido se regó sobre el suelo. En una de las hojas que aterrizó sobre el vómito sanguinolento, Lena leyó la palabra “demencia” y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Si vas a morir, que no sea en horario de trabajo.


—Estaré bien, Sra. Brennan —dijo Arthur tras limpiar su frente perlada de sudor frío—. El informe de la recolección de fondos para el Alzheimer...

—No importa —dijo Lena—. Arthur, eres el único aquí que no es absolutamente incompetente. 

—Yo...

Se oyó un grito procedente del auditorio. Lena miró de nuevo sobre su hombro. «Alguien vitoreando», pensó impasible. «Eso es todo».

—Puedes hacer cualquier cosa, menos rendirte —dijo Lena—. Párate, Arthur.

Y así lo hizo.

Al regresar al pasillo, Lena levantó los ojos. En el monitor solo había estática. De haber algún técnico cerca, le habría arrancado la cabeza.

Y por el hedor, tampoco habían limpiado el vómito.

«Inútiles».

—¡Arthur!

Su asistente tenía la mirada perdida y murmuraba algo inteligible. No parecía tener idea de dónde estaba o incluso quién era.

Lena frunció el ceño y lo zarandeó por los pliegues del saco.

—Esi se ra —dijo Arthur dándose de golpes en la cara.

—¿Arthur?

En aquel  momento Lena escuchó otro grito más a lo lejos, y Arthur se abalanzó con fuerza para darle un cabezazo a la pared. El crack de su cráneo chocando contra el muro fue casi tan terrible como el rictus enloquecido con el que se volvió para hablarle.

—Señora Brennan, para usted  —dijo entregándole un sobre de manila arrugado que llevaba dentro de la chaqueta.

Lena sintió que su corazón se le helaba en el pecho al distinguir algo en el monitor.

No era solo Arthur.

Lena consideró correr al escenario para detener al presidente, quien golpeaba ferozmente al tubo de cristal reforzado que protegía la nueva forma de combustible.

«Puedo hacerlo», fue lo único que logró pensar Lena antes de que una luz blanca la cegara, y una avalancha de calor y escombros la enterraran viva.

Continuará...

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