Habían transcurrido
horas de inclemente diluvio cuando Lena aprovechó para bajarse un poco la falda.
El jefe de
Gabinete de la Casa Blanca la estaba desvistiendo con la mirada, y Lena
ya tenía suficiente con los chismes en el tabloide glorificado al que llamaban New Washington Herald, como para que también
hablarán de sus muslos.
«Todo porque creen que soy una niña», sonrió
Lena con malicia. «Si tan solo supieran mi edad».
—Llegaste
tarde.
Lena miró sobre
su hombro al senador Palmer, un hombre entrado en sus sesenta ataviado con un
traje gris hecho a la medida, camisa blanca y una...
—¿Corbata
roja? —preguntó Lena arqueando una ceja.
—¿Crimen a
la moda? —quiso saber Palmer.
Lena le
hizo una seña y los dos apresuraron el paso hacia uno de los angostos pasillos
atestados de cajas polvorientas (y agentes de seguridad) que abundaban en las
entrañas del museo.
—Le hablará
a la nación de una nueva fuente de energía, peligrosamente volátil, ¿usando una
prenda roja? —dijo Lena sacando una corbata verde de su cartera—. No lo creo,
senador.
—Ajá —entendió
Palmer.
Acto
seguido Lena se volvió hacia Arthur, su asistente.
—Que
atenúen las luces. Deja claro que si tocan la tecla del Medio Oriente, matamos el
Q&A. Y tráeme el informe de las fundaciones.
—¡Ja! El
presidente tiene razón —sonrió Palmer—. Nosotros ponemos orden en la nación, tú
pones nuestras vidas en orden.
—Detrás de cada gran hombre... —dijo Lena.
—Estamos
listos para usted, senador —intervino alguien detrás de ellos.
Lena
asintió y vio como el senador saludaba al público que aplaudía de pie mientras
se acercaba al podio, junto al presidente Obama.
Poco después,
Lena escuchó el splash de algo
líquido derramándose cerca de ella. Solo esperaba que no fuese una tubería. Lo
cual no sería de extrañar con el chaparrón que azotaba la costa oeste esa
mañana.
«No puede
ser». Lena sintió que su rostro se endurecía de rabia al descubrir lo que
pasaba.
—¡Arthur!
—regañó por lo bajo, al ver a su asistente vomitando.
—Perdón —dijo
Arthur apretando una carpeta contra su pecho mientras se limpiaba la boca con un pañuelo.
Lena le
chasqueó los dedos a una muchacha a su derecha.
—Limpia
esto.
—Pero estoy
encargada del sonido.
Lena la
castigó con la mirada.
—Ahora.
La fetidez ácida golpeó a Lena en la nariz cuando tomó a Arthur por el brazo para
llevarlo al baño en el otro extremo del pasillo.
—Perdón,
mamá —murmuró su asistente.
«¿Mamá?» En
ese instante Arthur dejó caer la carpeta que llevaba en brazos, y su contenido se
regó sobre el suelo. En una de las hojas que aterrizó sobre el vómito
sanguinolento, Lena leyó la palabra “demencia” y un escalofrío le recorrió la
espalda.
—Si vas a
morir, que no sea en horario de trabajo.
—Estaré
bien, Sra. Brennan —dijo Arthur tras limpiar su frente perlada de sudor frío—. El
informe de la recolección de fondos para el Alzheimer...
—No
importa —dijo Lena—. Arthur, eres el único aquí que no es absolutamente incompetente.
—Yo...
Se oyó un
grito procedente del auditorio. Lena miró de nuevo sobre su hombro. «Alguien vitoreando»,
pensó impasible. «Eso es todo».
—Puedes
hacer cualquier cosa, menos rendirte —dijo Lena—. Párate, Arthur.
Y así lo
hizo.
Al regresar
al pasillo, Lena levantó los ojos. En el monitor solo había estática. De haber
algún técnico cerca, le habría arrancado la cabeza.
Y por el
hedor, tampoco habían limpiado el vómito.
«Inútiles».
—¡Arthur!
Su
asistente tenía la mirada perdida y murmuraba algo inteligible. No parecía
tener idea de dónde estaba o incluso quién era.
Lena
frunció el ceño y lo zarandeó por los pliegues del saco.
—Esi se ra —dijo
Arthur dándose de golpes en la cara.
—¿Arthur?
En aquel momento Lena escuchó otro grito más a lo
lejos, y Arthur se abalanzó con fuerza para darle un cabezazo a la pared. El
crack de su cráneo chocando contra el muro fue casi tan terrible como el rictus
enloquecido con el que se volvió para hablarle.
—Señora
Brennan, para usted —dijo entregándole
un sobre de manila arrugado que llevaba dentro de la chaqueta.
Lena sintió
que su corazón se le helaba en el pecho al distinguir algo en el monitor.
No era solo
Arthur.
Lena consideró
correr al escenario para detener al presidente, quien golpeaba ferozmente al
tubo de cristal reforzado que protegía la nueva forma de combustible.
«Puedo
hacerlo», fue lo único que logró pensar Lena antes de que una luz blanca la
cegara, y una avalancha de calor y escombros la enterraran viva.
Continuará...
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“El
Infierno de los Suicidas” estrena este jueves. No te lo pierdas.
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://navanieves.blogspot.com/.
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