martes, 8 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 19: PAULA

—Si te tardas, será peor —dijo el muñeco de peluche.

—Deberías apoyarme —recriminó Paula Teeter intentando abotonarse el insípido vestido gris con sus torpes dedos cubiertos de curitas.

Cuando finalmente consiguió que no le sobrara ningún botón, una repentina ansiedad la sobresaltó.

—¿Este es el vestido?

—Siempre haces esto —dijo el peluche—. Sí, ése es.

—Mentiroso.


—Recuerda: estamos en el mismo equipo.

La luz de un relámpago iluminó cada rincón de la habitación demacrada de Paula: su mecedora, el crucifijo en la pared, su cama estrecha, y el desgastado tigre de peluche sobre la peinadora.

—¡Shhhh!

Paula sonrió esperando el trueno, pero su madre le robó este pequeño placer.

—¿Lista?

«Ay no». Paula bajó la mirada a la gaveta medio abierta y sintió como se le cerraba el pecho. «Era el vestido negro».

—No lo hagas —dijo el peluche.

—Si me equivoco...

—¡Paula! —gritó su madre al abrir la puerta.

Paula apuró los brazos y la cabeza dentro del vestido negro, tumbando sus anteojos en el proceso.

—Madre.

—¿Hablando sola?

Paula se arrodilló para recoger sus gafas y desvió la mirada hacia el Señor Tigre, su peluche.


—No, madre.

—¿Irrespeto el octavo mandamiento?

Viéndola desde abajo su madre era aún más imponente: brazos gruesos, cabello recogido en un meticuloso moño, ojos como de piedra... Su madre era ciento veinte kilos de severidad, envueltos en ropas tan austeras y conservadoras que podrían haber pasado por hábitos. 

—No, madre —dijo Paula sintiendo como un escalofrío le recorría la espalda.

Paula comenzó a levantarse.

—Quédate de rodillas.

—Sí, madre.

—¿Qué hacías?

«No dirás falsos testimonios».

—Rezaba —dijo Paula.

Respondió tan rápido, que la mentira fluyó con naturalidad. Aunque Paula creía que su madre no tenía motivos para dudar de ella, no se atrevió a mirarla a la cara. Lo mejor que podía hacer era concentrarse en los suecos negros de su madre, y esperar en silencio.

—No escondiste la evidencia —dijo el peluche.

«Silencio, Sr. Tigre».

Si su madre se daba cuenta de que su peluche hablaba... Otro espasmo helado le bajó por el espinazo. 

«Migajas. El Sr. Tigre tiene razón. Hay migajas en el suelo».

—Levántate —ordenó su madre.  

—Sí, madre.


Paula quiso cruzar los brazos sobre su escaso pecho, pero inmediatamente cambió de opinión y se rodeó la barriga con el brazo izquierdo mientras mordisqueaba su pulgar derecho.

—Paula.

Cuando lo decía así, con ese tono hiriente de decepción, su nombre era peor que cualquier insulto.

«No cometerás actos impuros», pensó al desviar la mirada al suelo. Allí estaban, decenas de enormes migajas. Descomunales y acusadoras. «Si me dejara comer otra cosa, no tendría que traficar galletas».

—Madre, yo...

—Silencio. Se enfría tu desayuno —dijo su madre.

La sola idea le provocó náuseas.

—¿Sopa?

Paula supo que había cometido un grave error cuando su madre se dio media vuelta sin decir palabra.

«Dios, que le baste con los regaños».

—Perdóname, madre —repitió Paula siguiéndola por el pasillo—. Perdón. Yo sé que quieres que cuide mi dieta.

Su madre se detuvo y la miró fijamente. Luego, le dio una bofetada con todas sus fuerzas.

—Perdonar es divino. 

De golpe, no hubo más que dolor. 

El tirón de cabello le vapuleó cualquier asomo de esperanza a Paula; en tanto que el empujón, que la aventó hasta la sala, terminó por hundirla en una pesadilla de la que no podría despertar.

—Madre, por favor...

Paula se dobló por la cintura y protegió su cara con los brazos. Su respiración era tan entrecortada que apenas y podía llorar.

—Yo no perdono. Dios te perdona.

La madre de Paula tomó una gruesa biblia con ambas manos, dispuesta a blandirla como un hacha.

Sin embargo, se detuvo.

—¿Madre?

La mujer dejó caer la biblia y comenzó a gritar y a vomitar al mismo tiempo. Una violenta arcada la hizo doblarse y apretar la panza, mientras que sus entrañas seguían arrojando chorros de una espesa y hedionda sangre.

Tumbada sobre el costado derecho, Paula se secó las lágrimas y abrió bien los ojos. Jamás había visto algo así: los espasmos incontenibles, las terribles contracciones de abdomen, los gritos ahogados en bilis.

Era como si el estómago de su madre hubiese explotado por dentro.  

Las luces de la sala parpadearon y se apagaron en medio de un relámpago escarlata.

Esta vez, Paula sonrió esperando el trueno.

Continuará...

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Con apenas faltando una docena de capítulos, ya se acerca el final del volumen 1 de “El Infierno de los Suicidas”. Así que no te pierdas el jueves la continuación de esta historia.  


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