—Si te tardas, será
peor —dijo el muñeco de peluche.
—Deberías apoyarme —recriminó Paula Teeter intentando abotonarse el insípido vestido gris con
sus torpes dedos cubiertos de curitas.
Cuando finalmente consiguió
que no le sobrara ningún botón, una repentina ansiedad la sobresaltó.
—¿Este es el vestido?
—Siempre haces esto —dijo
el peluche—. Sí, ése es.
—Mentiroso.
—Recuerda: estamos en
el mismo equipo.
La luz de un relámpago
iluminó cada rincón de la habitación demacrada de Paula: su mecedora, el
crucifijo en la pared, su cama estrecha, y el desgastado tigre de peluche sobre
la peinadora.
—¡Shhhh!
Paula sonrió esperando
el trueno, pero su madre le robó este pequeño placer.
—¿Lista?
«Ay no». Paula bajó la
mirada a la gaveta medio abierta y sintió como se le cerraba el pecho. «Era el
vestido negro».
—No lo hagas —dijo el
peluche.
—Si me equivoco...
—¡Paula! —gritó su madre al abrir la puerta.
Paula apuró los brazos
y la cabeza dentro del vestido negro, tumbando sus anteojos en el proceso.
—Madre.
—¿Hablando sola?
Paula se arrodilló para recoger sus gafas y desvió la mirada hacia el Señor Tigre, su peluche.
—No, madre.
—¿Irrespeto
el octavo mandamiento?
Viéndola desde abajo
su madre era aún más imponente: brazos gruesos, cabello recogido en un
meticuloso moño, ojos como de piedra... Su madre
era ciento veinte kilos de severidad, envueltos en ropas tan austeras y
conservadoras que podrían haber pasado por hábitos.
Paula comenzó a
levantarse.
—Quédate de rodillas.
—Sí, madre.
—¿Qué hacías?
«No dirás falsos
testimonios».
—Rezaba —dijo Paula.
Respondió tan rápido,
que la mentira fluyó con naturalidad. Aunque Paula creía que su madre no tenía
motivos para dudar de ella, no se atrevió a mirarla a la cara. Lo mejor que
podía hacer era concentrarse en los suecos negros de su madre, y esperar en
silencio.
—No escondiste la evidencia —dijo el peluche.
«Silencio, Sr. Tigre».
Si su madre se daba
cuenta de que su peluche hablaba... Otro espasmo helado le bajó por el espinazo.
«Migajas.
El Sr. Tigre tiene razón. Hay migajas en el suelo».
—Levántate —ordenó su
madre.
—Sí, madre.
Paula quiso cruzar los
brazos sobre su escaso pecho, pero inmediatamente cambió de opinión y se rodeó la
barriga con el brazo izquierdo mientras mordisqueaba su pulgar derecho.
—Paula.
Cuando lo decía así, con ese tono hiriente de decepción, su nombre era peor que cualquier insulto.
«No cometerás actos
impuros», pensó al desviar la mirada al suelo. Allí estaban, decenas de enormes
migajas. Descomunales y acusadoras. «Si me dejara comer otra cosa, no tendría que
traficar galletas».
—Madre, yo...
—Silencio. Se enfría
tu desayuno —dijo su madre.
La sola idea le
provocó náuseas.
—¿Sopa?
Paula supo que había cometido
un grave error cuando su madre se dio media vuelta sin decir palabra.
«Dios, que le baste
con los regaños».
—Perdóname, madre —repitió
Paula siguiéndola por el pasillo—. Perdón. Yo sé que quieres que cuide mi dieta.
Su madre se detuvo y
la miró fijamente. Luego, le dio una bofetada con todas sus fuerzas.
—Perdonar es divino.
De golpe, no hubo más
que dolor.
El tirón de cabello le vapuleó cualquier asomo de esperanza a Paula; en tanto que el empujón, que la aventó hasta la sala, terminó por hundirla en una pesadilla de la que no podría despertar.
El tirón de cabello le vapuleó cualquier asomo de esperanza a Paula; en tanto que el empujón, que la aventó hasta la sala, terminó por hundirla en una pesadilla de la que no podría despertar.
—Madre, por favor...
Paula se dobló por la
cintura y protegió su cara con los brazos. Su respiración era tan
entrecortada que apenas y podía llorar.
—Yo no perdono. Dios te perdona.
La madre de Paula tomó
una gruesa biblia con ambas manos, dispuesta a blandirla como un hacha.
Sin embargo, se
detuvo.
—¿Madre?
La mujer dejó caer la
biblia y comenzó a gritar y a vomitar al mismo tiempo. Una violenta arcada la hizo doblarse y
apretar la panza, mientras que sus entrañas seguían arrojando chorros de una
espesa y hedionda sangre.
Tumbada sobre el
costado derecho, Paula se secó las lágrimas y abrió bien los ojos. Jamás había
visto algo así: los espasmos incontenibles, las terribles contracciones de
abdomen, los gritos ahogados en bilis.
Era como si el estómago
de su madre hubiese explotado por dentro.
Las luces de la sala
parpadearon y se apagaron en medio de un relámpago escarlata.
Esta vez, Paula sonrió
esperando el trueno.
Continuará...
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Con apenas faltando una docena
de capítulos, ya se acerca el final del volumen 1 de “El Infierno de los Suicidas”.
Así que no te pierdas el jueves la continuación de esta historia.
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://navanieves.blogspot.com/.
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