jueves, 3 de octubre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 18: GEORGE

Emma gritó horrorizada al ver una espectral figura encapuchada bajo el tupido aguacero.

George no soltó un grito como su sobrina, pero sí sintió como su corazón se saltaba un par de latidos y el estómago se le helaba. En su súbito miedo solo pudo pensar: «Viene por mí».

—¡Joder, Emma! —dijo Jason regañando a su hija—. ¿Cuántos infartos me quieres dar? ¿No ves que es el encargado de los edificios?


«Que con su impermeable negro parece la jodida parca», pensó George un poco avergonzado del pánico que le había recorrido el cuerpo. «Maldito insensible».

—Tranquilo, señor. No hay apuro —se quejó Emily por lo bajo, con una hipócrita sonrisa en los labios, mientras saludaba con un movimiento de mano al hombre que abría la reja.  

George no podía creer que su hermana no le hubiese hecho el menor caso al grito de su hija. ¿Qué le había pasado? Antes era una excelente madre.  

—Si el contrato termina como papel sanitario, será tu culpa —dijo Jason al entregarle unos documentos a su esposa.

«Jason. Eso fue lo que le pasó a mi hermana».


Acto seguido, Jason abrió la puerta y caminó a trancos bajo la lluvia roja, hasta llegar a la oficinita donde le esperaba la parca.

—Crucen los dedos —dijo Emma al guardarse unas carpetas debajo del impermeable—. George, échale un ojo a los niños. Y Joshua... Pendiente de tu tío.  

Joshua, el hermano mayor de Emma, volteó lo ojos y le subió todo el volumen a su iPod. Aunque el muchacho llevaba audífonos, la música sonaba tan fuerte que George podía escucharla en todo el motorhome.

Viendo como su hermana se bajaba de la casa rodante, guareciéndose pobremente del incansable aguacero con su cartera, George se preguntó cómo podría estar pendiente de los niños, si uno de los niños tenía que estar pendiente de él. 

«¿Qué me pasa?» se preguntó rascándose el bigote. «Usar a una vidente como excusa para buscar a mi ex... Esto no puede ser peor».

—Tío, tengo que ir al baño —dijo Emma.

«No, no. Sí puede ser peor».


George suspiró y cruzó miradas con Joshua.

—La dejaron a tu cuidado —alegó su sobrino tan lacónico como siempre.

«De tal palo...»

—Bien —dijo George al tiempo que estallaba otro relámpago carmesí en el cielo.

George y Emma no habían dado dos pasos bajo la lluvia, cuando ya estaban completamente empapados.

A la derecha estaba la oficina de la parca, pero George sabía que si entraba, Jason lo culparía hasta el fin de los tiempos por haber interrumpido su milagroso negocio.

—Tío... —urgió Emma.

—Voy. Voy.

Había cuatro puertas contiguas en el pasillo, y otra más amplia hacia el fondo. George vio sobre ella los típicos muñequitos blanco y negro que señalaban a los baños de la piscina.

«Ojalá estén funcionando».

Al bajar las escaleras George se encontró en una habitación oscura, repleta de máquinas que quizás tenían algo que ver con el mantenimiento de la alberca. 

Luego, cruzó una puerta abierta a la derecha. No se veía por ninguna parte si eran los vestidores de hombres o mujeres, pero había wateres y eso era lo importante.

George hizo una mueca con la boca al toparse con su reflejo: estaba pasado de peso, y su baja estatura no lo ayudaba. Rascándose la espesa barba, pensó que le encantaría cambiar el vello en sus mejillas por más cabello en la cabeza.

—¿Todo bien? —le preguntó George a su sobrina al notar que ésta seguía saltando de puntillas frente al excusado.

—Sal o no puedo hacer del dos.

—Okey, okey.

George miró su reloj de pulsera un par de veces.

«¿Por qué tarda tanto?»

Y luego, un sollozo le erizó la piel.

No supo exactamente qué era, pero algo no estaba bien.

George retrocedió y se estremeció al sentir una presencia.

«¿Emma?»

Una a una, todas las cabinas de los wateres probaron estar vacías.

—¿Emma?

Continuará...
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Y el próximo martes, más de “El Infierno de los Suicidas”.

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El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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