Emma gritó horrorizada
al ver una espectral figura encapuchada bajo el tupido aguacero.
George no soltó un
grito como su sobrina, pero sí sintió como su corazón se saltaba un par de latidos
y el estómago se le helaba. En su súbito
miedo solo pudo pensar: «Viene por mí».
—¡Joder, Emma! —dijo
Jason regañando a su hija—. ¿Cuántos infartos me quieres dar? ¿No ves que es el
encargado de los edificios?
«Que con su impermeable
negro parece la jodida parca», pensó George un poco avergonzado del pánico que
le había recorrido el cuerpo. «Maldito insensible».
—Tranquilo, señor.
No hay apuro —se quejó Emily por lo bajo, con una hipócrita sonrisa en los
labios, mientras saludaba con un movimiento de mano al hombre que abría la reja.
George no podía creer
que su hermana no le hubiese hecho el menor caso al grito de su hija. ¿Qué le había pasado? Antes era una excelente
madre.
—Si el contrato termina
como papel sanitario, será tu culpa —dijo Jason al entregarle unos documentos a
su esposa.
«Jason. Eso fue lo que le pasó a mi hermana».
Acto seguido, Jason abrió
la puerta y caminó a trancos bajo la lluvia roja, hasta llegar a la oficinita
donde le esperaba la parca.
—Crucen los dedos —dijo
Emma al guardarse unas carpetas debajo del impermeable—. George, échale un ojo
a los niños. Y Joshua... Pendiente de tu tío.
Joshua, el hermano
mayor de Emma, volteó lo ojos y le subió todo el volumen a su iPod. Aunque el
muchacho llevaba audífonos, la música sonaba tan fuerte que George podía
escucharla en todo el motorhome.
Viendo como su hermana
se bajaba de la casa rodante, guareciéndose pobremente del incansable aguacero
con su cartera, George se preguntó cómo podría estar pendiente de los niños, si
uno de los niños tenía que estar pendiente de él.
«¿Qué me pasa?» se
preguntó rascándose el bigote. «Usar a una vidente como excusa para buscar a mi
ex... Esto no puede ser peor».
—Tío, tengo que ir al
baño —dijo Emma.
«No, no. Sí puede ser peor».
George suspiró y cruzó
miradas con Joshua.
—La dejaron a tu
cuidado —alegó su sobrino tan lacónico como siempre.
«De tal palo...»
—Bien —dijo George al
tiempo que estallaba otro relámpago carmesí en el cielo.
George y Emma no
habían dado dos pasos bajo la lluvia, cuando ya estaban completamente empapados.
A la derecha estaba la
oficina de la parca, pero George sabía que si entraba, Jason lo culparía hasta
el fin de los tiempos por haber interrumpido su milagroso negocio.
—Tío... —urgió Emma.
—Voy. Voy.
Había cuatro puertas contiguas
en el pasillo, y otra más amplia hacia el fondo. George vio sobre ella los típicos
muñequitos blanco y negro que señalaban a los baños de la
piscina.
«Ojalá estén funcionando».
Al bajar las escaleras
George se encontró en una habitación oscura, repleta de máquinas que quizás
tenían algo que ver con el mantenimiento de la alberca.
Luego, cruzó una puerta abierta a la derecha. No se veía por ninguna parte si eran los vestidores de hombres o mujeres, pero había wateres y eso era lo importante.
Luego, cruzó una puerta abierta a la derecha. No se veía por ninguna parte si eran los vestidores de hombres o mujeres, pero había wateres y eso era lo importante.
George hizo una mueca
con la boca al toparse con su reflejo: estaba pasado de peso, y su
baja estatura no lo ayudaba. Rascándose la espesa barba, pensó que le
encantaría cambiar el vello en sus mejillas por más cabello en la cabeza.
—¿Todo bien? —le preguntó
George a su sobrina al notar que ésta seguía saltando de puntillas frente al
excusado.
—Sal o no puedo hacer
del dos.
—Okey, okey.
George miró su reloj
de pulsera un par de veces.
«¿Por qué tarda tanto?»
Y luego, un sollozo le erizó
la piel.
No supo exactamente
qué era, pero algo no estaba bien.
George retrocedió y se
estremeció al sentir una presencia.
«¿Emma?»
Una a una, todas las
cabinas de los wateres probaron estar vacías.
—¿Emma?
Continuará...
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Y el próximo martes,
más de “El Infierno de los Suicidas”.
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