lunes, 30 de septiembre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 17: RODRIGO

Cuando Rodrigo abrió la puerta de la azotea en la torre Wyndham-Price, jamás sospechó que encontraría a una mujer parada sobre la baranda del mirador a punto de suicidarse.

«Chinga tu madre», pensó mientras sentía como como el piso bajo sus pies desaparecía.

—¿Da miedo verdad? —le preguntó la suicida.


—Dios, señora. Bájese de ahí.

Ella sonrió con tristeza:

—Eso planeo.

Rodrigo apoyó la mano en la pared para no desplomarse. Se quedó petrificado, un par de eternos segundos, seguro de que la mujer saltaría.

Pero no lo hizo.

«¿Qué digo? Piensa, estúpido. ¡Piensa!»

Ya comenzaba a sentir ese desagradable resabio ácido en la garganta. Vomitaría en cualquier momento.

—Es que... Estamos tan lejos del suelo —se atrevió a decir.

A Rodrigo le costaba mirarla de frente. Verla al borde del abismo le provocaba un extraño ardor que le impedía mantener los ojos abiertos. Durante un buen rato solo apretó los párpados, y sintió como el inquietante y húmedo viento arreciaba en el techo.

—Te equivocas —dijo la suicida—. No es lo lejos del suelo, es lo lejos que estamos de...

El silencio fue lo peor de todo.

«¿Lo lejos que estamos de qué?»


Rodrigo se obligó a echar un vistazo. Ella señalaba hacia el tumultuoso cielo rojizo con el dedo.

—No entiendo —admitió.

—Nadie entiende —dijo ella volviéndose hacia el vacío.

—No, no, no. ¡Espera! —gritó Rodrigo acercándose.

Ella se volteó, y de inmediato Rodrigo se sintió atraído hacia ella.

No es que fuera bella. De hecho, aunque esbelta, era algo masculina: su nariz era un tanto grande, pero sus profundos ojos grises y sedoso cabello rubio (como sacado de un comercial), compensaba cualquier defecto.

«Pero no es eso. Algo en ella me recuerda...»

—Un paso más, y yo doy un paso más —amenazó la suicida.

—Me recuerda a mí —murmuró Rodrigo entendiendo.

—¿Qué? —preguntó confundida.


—Nada —Rodrigo sacudió la cabeza intentando desestimar lo dicho—. Bueno, sí. Algo.

Ahora era ella quien observaba la escena con perplejidad.

—No te entiendo.

—Pero yo sí te entiendo a ti —aseguró él confiando en que sabía lo que hacía.

La mujer desvió rápidamente la mirada. Parecía que si hablaba demasiado, comenzaría a llorar.

—Serías el primero.

—Mira...

Rodrigo dio un paso hacia la mujer, y ella amagó con saltar.

—No tientes a la gravedad.

Rodrigo levantó los brazos y retrocedió. En ese momento, un relámpago breve e intenso iluminó el horizonte erizándole los vellos del cuello.

—Espacio personal. Entendido. Es que no nos conocemos bien.

Ella encogió los hombros al escuchar el trueno que rugía sobre ellos.

—Eres un loco.

—Soy Rodrigo —dijo esbozando una sonrisa nerviosa—. Un placer conocerte. 


—¿Un placer? ¿En serio? —preguntó incrédula.

Rodrigo volteó los ojos con una expresión de embarazo en el rostro.

«Bravo, muchacho». El aire comenzaba a ulular con más fuerza, y los nubarrones se arremolinaban soltando las primeras gotas de lluvia. «O la bajo, o puede que el viento nos tumbe a los dos».

—No es lo que quise decir.

—¿Qué quisiste decir? —insistió ella.

—Esto.

Rodrigo se levantó la camisa a la altura del pecho.

—¿Fuiste tú quien lo hizo?

Ahora sí estaba seguro de que tenía su completa atención.

—Más o menos —dijo Rodrigo acariciándose la fea cicatriz que le surcaba el estómago de lado a lado—. Me hice un daiquirí, como los japoneses.

Ella carcajeó.

—Se dice Harakiri.

—Harakiri, daiquirí —se burló Rodrigo—. Igual quería irme de vacaciones... 
Permanentemente.

La mujer se quitó unas pulseras y le mostró sus muñecas.

—Si me muestras las tuyas, yo te muestro las mías.

«Hazlo ahora», pensó. «Bájala de ahí».

Rodrigo sabía que tenía que aprovechar la situación.

—Tengo que acercarme para verlas —dijo levantado los brazos, una vez más, como quien quiere demostrar que no va armado.

La mujer suspiró y asintió.

Rodrigo acortó la distancia entre ellos lentamente. Aunque no se atrevió a tocarla, ya la tenía al alcance de su mano.

—Sé lo que estás pensando —sonrió ella amargamente—. Pobre niña rica. ¿Qué excusa puede tener si su nombre está en el edificio?

Ahora fue el turno de Rodrigo para carcajear.

—Un momento. ¿Wyndham-Price? ¿Tu apellido es Wyndham-Price?

—Es que no nos conocemos bien —dijo ella pasándose la mano por la cabellera—. Wendy Wyndham-Price. Un placer conocerte.

Rodrigo se frotó el rostro. Estaba completamente anonadado.

—Este es tu edificio. Esta es tu azotea.

Wendy afirmó con un movimiento de cabeza.

—De mi padre.

—O sea que...

—O sea que hoy es mi boda —asintió Wendy.

Continuará…

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Recuerda regresar este jueves por más de “El Infierno de los Suicidas”.

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El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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