Brit apretó los párpados
con tanta fuerza que los oídos le zumbaron. Pero era inútil,
todavía podía ver la sangre.
Un oscuro miedo se
había apoderado de ella.
—Kevin, haz algo
—lloró Rebeca.
Su madrastra, de rodillas
sobre el asiento del copiloto, no hacía más que acariciar el cabello empapado de Ed.
«Dios, se ve horrible.»
Aunque su hermanastro tenía
el rostro escondido entre las rodillas, se notaba que su piel tenía el mismo color
amarillento del papel viejo.
—¿Por qué hace así? —preguntó
Brit aterrada por el espantoso ruido que hacía Ed con su garganta. Parecía ahogarse.
—¡Acelera! —gritó
Rebeca.
—Estamos muertos —dijo
Kevin apretando el volante como si estuviese a punto de arrancarlo. Estaba tan
cerca del parabrisas que su frente chocaba contra el cristal—. No veo nada. Acelero y nos matamos.
Era verdad.
El chaparrón era
cegador. Era ensordecedor. Las gruesas gotas eran como miles de dedos atacando furiosamente
al auto.
—Siga una milla y gire
a la derecha —recordó la voz del GPS en una inflexión sintética tan alegre que a
Brit se le antojó burlona.
Tras haber tomado
un desvío para huir del embotellamiento, Kevin le había ordenado a Brit buscar
una estación de servicio en el camino.
«El camino al medio de la nada.»
El atajo los llevó a
una vía alterna tan desolada y lúgubre, que de haberla visto en una película de
miedo, Brit se hubiese burlado del cliché.
Pero ahora, presa del
pánico y tiesa como un cadáver en el asiento trasero, el cliché no le hacía la
menor gracia.
Entre el aguacero
infernal que hacía de los limpiaparabrisas un par de brazos exhaustos, nadando a
contracorriente, y el fétido charco de sangre a sus pies, revolviéndole el
estómago, este viaje, más que una película de miedo, era una pesadilla de la
que no podía despertar.
—¿Te sientes mejor?
—preguntó Rebeca limpiándose una lágrima. Su tono, un frágil intento de confortar.
—Hijo, ¿pero qué te
duele? —insistió Kevin.
Ed se limitaba a negar
con un leve movimiento de cabeza.
Una vez se irguió,
Brit pudo ver los manchones rojos sobre los labios de su hermano, la sangre veteada
en sus mejillas. Entonces, creyó sentir un escalofrío, aunque no estuvo segura. También
creyó decir algo, para calmar a Rebeca, cuando esta la miró con esa expresión
tan sombría.
«No lo sé.»
Lo que Brit sí sabía
es que luchaba por no quebrarse. Tenía que ser fuerte para ellos, si lloraba...
«No.» Se dijo a sí
misma al sentir el aguijonazo de las lágrimas detrás de sus ojos. Su hermanito
no necesitaba otro histérico en el auto. Brit batallaba pensando cómo ayudar; pero, ¿qué demonios podía hacer?
—Límpialo —dijo pasándole
su suéter y una botellita de agua a Rebeca.
Kevin y Brit cruzaron
miradas por el retrovisor. Por un instante, fueron padre e hija otra vez.
—¡Coño!
El estallido de luz hizo
que Kevin hundiera el freno hasta el fondo.
Durante un segundo, no hubo
más que un resplandor rojo y terrible.
Brit se aferró de la
puerta y del asiento delantero, sintiendo como el carro derrapaba
peligrosamente sobre el pavimento inundado.
Cuando un estruendo atronador
los sacudió, Brit temió haber chocado.
«Un trueno. Solo fue
un trueno,» tardó en darse cuenta.
Después, llegó la oscuridad.
Las sombras se arremolinaron a su alrededor en un extraño silencio. Aunque Brit sentía el corazón latiendo a toda
velocidad, estaba petrificada y le dolía la garganta después de haber gritado
unos larguísimos segundos.
—¿Eddy? —preguntó
Rebeca—. ¡Eddy!
El cuerpecito de Ed se
veía menudo, consumido por lo que sea que le aquejaba. Sus brazos flácidos
caían a los lados como trapos.
Kevin se soltó el cinturón
y estuvo a punto de lanzarse al asiento trasero.
—No lo hagas —dijo Brit
golpeándose los muslos—. Maneja. Aquí no hacemos nada.
—Escúchala —le urgió
Rebeca—. Tiene razón. Arranca.
Kevin se tumbó en su
asiento como si quisiera romperlo. Rápidamente, sus movimientos se volvieron
más y más frenéticos. Una y otra vez, giró la llave, pisó el acelerador, movió
la palanca y... nada.
—Maldita sea.
—Haz algo —ordenó Rebeca.
Entonces, Brit reparó en
algo que nadie había notado y sacó su iPhone: «Muerto.»
—Kevin —dijo Brit.
Revisó su reloj de
pulsera: «Muerto.»
—Kevin... —insistió Brit.
El GPS: «Muerto.»
—¡Papá! —gritó Brit consiguiendo
finalmente su atención—. Revisa tu celular.
No lo hizo, pero
Rebeca sí.
—No prende.
—Está muerto —asintió
Brit—. Nada funciona.
—Joder —murmuró Kevin saliendo
del auto.
Antes de entender qué pasaba,
Kevin ya había sacado a Ed del carro, cargándolo bajo la lluvia.
—¿Qué haces? —preguntó
Rebeca horrorizada.
Kevin respondió adentrándose en la penumbra:
—Algo.
Continuará…
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Espera hasta el
próximo martes por más de “El Infierno de los Suicidas” y conoce a George, una
nueva pieza que traerá consigo oscuros secretos.
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
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