miércoles, 4 de septiembre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 11: BRIT

Brit apretó los párpados con tanta fuerza que los oídos le zumbaron. Pero era inútil, todavía podía ver la sangre.

Un oscuro miedo se había apoderado de ella.

—Kevin, haz algo —lloró Rebeca.

Su madrastra, de rodillas sobre el asiento del copiloto, no hacía más que acariciar el cabello empapado de Ed.


«Dios, se ve horrible.»

Aunque su hermanastro tenía el rostro escondido entre las rodillas, se notaba que su piel tenía el mismo color amarillento del papel viejo.

—¿Por qué hace así? —preguntó Brit aterrada por el espantoso ruido que hacía Ed con su garganta. Parecía ahogarse.

—¡Acelera! —gritó Rebeca.

—Estamos muertos —dijo Kevin apretando el volante como si estuviese a punto de arrancarlo. Estaba tan cerca del parabrisas que su frente chocaba contra el cristal—. No veo nada. Acelero y nos matamos.

Era verdad.

El chaparrón era cegador. Era ensordecedor. Las gruesas gotas eran como miles de dedos atacando furiosamente al auto.

—Siga una milla y gire a la derecha —recordó la voz del GPS en una inflexión sintética tan alegre que a Brit se le antojó burlona.

Tras haber tomado un desvío para huir del embotellamiento, Kevin le había ordenado a Brit buscar una estación de servicio en el camino.

«El camino al medio de la nada.»


El atajo los llevó a una vía alterna tan desolada y lúgubre, que de haberla visto en una película de miedo, Brit se hubiese burlado del cliché.

Pero ahora, presa del pánico y tiesa como un cadáver en el asiento trasero, el cliché no le hacía la menor gracia.

Entre el aguacero infernal que hacía de los limpiaparabrisas un par de brazos exhaustos, nadando a contracorriente, y el fétido charco de sangre a sus pies, revolviéndole el estómago, este viaje, más que una película de miedo, era una pesadilla de la que no podía despertar.      

—¿Te sientes mejor? —preguntó Rebeca limpiándose una lágrima. Su tono, un frágil intento de confortar.

—Hijo, ¿pero qué te duele? —insistió Kevin.

Ed se limitaba a negar con un leve movimiento de cabeza.

Una vez se irguió, Brit pudo ver los manchones rojos sobre los labios de su hermano, la sangre veteada en sus mejillas. Entonces, creyó sentir un escalofrío, aunque no estuvo segura. También creyó decir algo, para calmar a Rebeca, cuando esta la miró con esa expresión tan sombría.

«No lo sé.»

Lo que Brit sí sabía es que luchaba por no quebrarse. Tenía que ser fuerte para ellos, si lloraba...

«No.» Se dijo a sí misma al sentir el aguijonazo de las lágrimas detrás de sus ojos. Su hermanito no necesitaba otro histérico en el auto. Brit batallaba pensando cómo ayudar; pero, ¿qué demonios podía hacer?

—Límpialo —dijo pasándole su suéter y una botellita de agua a Rebeca.

Kevin y Brit cruzaron miradas por el retrovisor. Por un instante, fueron padre e hija otra vez. 

—¡Coño!

El estallido de luz hizo que Kevin hundiera el freno hasta el fondo.

Durante un segundo, no hubo más que un resplandor rojo y terrible.

Brit se aferró de la puerta y del asiento delantero, sintiendo como el carro derrapaba peligrosamente sobre el pavimento inundado.

Cuando un estruendo atronador los sacudió, Brit temió haber chocado.

«Un trueno. Solo fue un trueno,» tardó en darse cuenta.

Después, llegó la oscuridad. 


Las sombras se arremolinaron a su alrededor en un extraño silencio. Aunque Brit sentía el corazón latiendo a toda velocidad, estaba petrificada y le dolía la garganta después de haber gritado unos larguísimos segundos.
  
—¿Eddy? —preguntó Rebeca—. ¡Eddy!

El cuerpecito de Ed se veía menudo, consumido por lo que sea que le aquejaba. Sus brazos flácidos caían a los lados como trapos.

Kevin se soltó el cinturón y estuvo a punto de lanzarse al asiento trasero.

—No lo hagas —dijo Brit golpeándose los muslos—. Maneja. Aquí no hacemos nada.

—Escúchala —le urgió Rebeca—. Tiene razón. Arranca.

Kevin se tumbó en su asiento como si quisiera romperlo. Rápidamente, sus movimientos se volvieron más y más frenéticos. Una y otra vez, giró la llave, pisó el acelerador, movió la palanca y... nada.

—Maldita sea.

—Haz algo —ordenó Rebeca.


Entonces, Brit reparó en algo que nadie había notado y sacó su iPhone: «Muerto.»

—Kevin —dijo Brit.

Revisó su reloj de pulsera: «Muerto.»

—Kevin... —insistió Brit.

El GPS: «Muerto.»

—¡Papá! —gritó Brit consiguiendo finalmente su atención—. Revisa tu celular.

No lo hizo, pero Rebeca sí.

—No prende.

—Está muerto —asintió Brit—. Nada funciona.

—Joder —murmuró Kevin saliendo del auto.

Antes de entender qué pasaba, Kevin ya había sacado a Ed del carro, cargándolo bajo la lluvia.

—¿Qué haces? —preguntó Rebeca horrorizada.

Kevin respondió adentrándose en la penumbra:

—Algo.

Continuará…
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Espera hasta el próximo martes por más de “El Infierno de los Suicidas” y conoce a George, una nueva pieza que traerá consigo oscuros secretos.


Licencia Creative Commons
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
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