Greenfield, el
demacrado complejo de apartamentos en la avenida Toluca, al suroeste de San
Felipe –un pueblito balneario que había dejado atrás sus mejores años–, apenas
y se distinguía tras la densa lluvia.
El
lugar parecía un pueblo fantasma, excepto por el solitario motorhome
aparcado a la espera de que abrieran la reja.
El
motorhome era propiedad de Jason Harris, cabeza de la familia Harris-Alexander, y un completo imbécil. Acompañándole, su familia. Un grupo variopinto de
desadaptados que hubiese preferido vender uno de sus riñones a estar aquí.
Lamentablemente, ninguno de ellos tenía opción. De hecho, la familia
Harris-Alexander, al igual que este olvidado pueblo, estaba en blanco y negro,
mientras que el resto de California vivía en Imax 3D.
Desde
el 2005, San Felipe había dejado de ser el destino turístico de otrora. Sus
playas cerraron gracias a la mala publicidad (y supersticiones) que sucedieron
al asesinato en masa perpetrado por unos adolescentes que recrearon el clímax
sangriento de una película de verano.
Sin
embargo, Jason creía que la suerte del pueblo estaba por dar un giro de ciento
ochenta grados.
Aunque
ahora era esclavo de deudas y propiedades abandonadas, él sabía de bienes
raíces e iba a apostar por Greenfield.
—Sé
lo que hago —dijo Jason.
Y Emily, su esposa, contaba con eso.
Ella
había sido jefa de mesoneros en un hotel importante, pero últimamente solo ganaba
dinero a destajos, ya que luchar contra la diabetes de su hija, Emma, demandaba
gran parte de su tiempo.
Así
que necesitaba que su esposo tuviera razón.
Necesitaba
huir de este maldito lugar.
De
las cinco personas atrapadas en la destartalada casa rodante, el único que
quizás tenía una oportunidad de abandonar este pueblo moribundo, era Joshua, el
hijo mayor de los Harris-Alexander; algo no muy esperanzador, puesto que el
muchacho había dejado claro que solo sentía desprecio por su familia.
—Determinación.
Eso es lo que nos separa de los perdedores —dijo Jason—. Esta propiedad será la
clave.
Nadie
dijo nada.
Tras
unos segundos que parecieron arrastrarse, Emily miró su reloj de pulsera y se
apartó el flequillo de la frente con un bufido desdeñoso.
—Ni
una palabra —le advirtió Jason.
Emily
levantó las manos.
—Ni
abrí la boca.
—Lo pensaste.
Emily
forzó una sonrisa.
A
pesar del estrepitoso aguacero afuera, en el motorhome se produjo un nuevo silencio,
aún más acentuado.
—Dime que al menos lo llamaste —reprochó Emily.
Jason
sacó su móvil y atacó cada tecla que marcaba. Luego, se lo llevó al oído y
esperó.
—Tío,
George... ¿Por qué los hombres del centro comercial estaban tan enfadados
contigo?
—¡Emma!
—regañó Emily, antes de voltearse a ver a su hermano.
Si había
alguien más callado en el motorhome que Joshua, y más enfadado que Jason, sin duda era George Alexander.
Echado
en uno de los asientos traseros que servía como comedor, George miró como las
gruesas gotas serpenteaban afuera de su ventana y pensó la respuesta a la
pregunta de su sobrina:
«Decepción».
La
decepción había sido su cuna. Su sombra. Su perdición.
Su
padre se había decepcionado al tener un hijo enclenque y asmático. Su madre se
decepcionó cuando George perdió el empleo, que ella le había conseguido, en la
escuela principal de San Felipe.
Sin
embargo, la decepción que realmente pesaba no era la ajena, sino la propia.
A
los trece años, George vio como sus sueños de ser escritor y dibujante de historietas
colapsaban.
—No
naciste para escritor —le dijo su profesor de literatura, en bachillerato, al
reprobarlo.
Primero sus padres, luego el colegio, y luego...
—Ese
es un tema inapropiado —intervino Jason al no poder completar su llamada.
—Dijiste
que apoyaríamos a mi hermano.
—¿Utilizaré
mi invisibilidad para el bien o para el mal? —preguntó George a nadie en
particular.
Todos,
incluso Joshua, lo observaron, mientras él permanecía con la mirada perdida queriendo
incomodarles.
Finalmente,
no se aguantó, y compartió un guiño con su sobrina.
Emma
rio por lo bajo.
—Como
si no tuviéramos suficientes problemas —dijo Jason.
Un hachazo
de furia resplandeciente iluminó el cielo turbulento.
El relámpago
cortó violentamente al firmamento amortajado de sombras; seguido por un
estallido que estremeció a George, y a los demás, hasta los huesos.
«Primero
el temblor y ahora esto», pensó George, asombrado por la violencia de la tormenta.
¡Cuán necio podía ser su cuñado! «Mira que traernos aquí en medio de...»
Entonces,
Emma gritó horrorizada.
George
creyó que había sido a causa del trueno, hasta que él también vio a la lúgubre figura
encapuchada, de pie frente al motorhome.
Continuará…
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¿Quién es George realmente? ¿Por qué es importante
para nuestro futuro? Conoce más acerca de él, pronto, en El Infierno de los
Suicidas.
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
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