martes, 3 de septiembre de 2013

El Infierno de los Suicidas. Capítulo 10: RIVER

El desayuno de River fue un par de huevos cocidos, una lonja de pan, una banana y leche.

«Más insípido que chiste de cura.»

Sin embargo, River pronto descubriría que el resto de su estadía en el comedor tendría algo más de... “Sabor”.

Sabor metálico a sangre.


Un trueno retumbó como si hubiese estallado en pleno comedor, seguido por un desgarrador relámpago escarlata.  El estruendo sacudió las paredes, las bandejas plásticas  sobre las mesas, y los ánimos de los reos.

Uno de los hispanos pegó un brinquillo asustado. Uno de los negros se burló.

Error.

Lo siguiente que River vio fue un splash de sangre volando por los aires, y a los guardias lanzando gas lacrimógeno.

Paso muy rápido.

Entre un parpadeo y el siguiente, todo el que necesitaba una excusa para saldar cuentas se las estaban cobrando con creces.

River se limitó a seguir comiendo entretanto el caos reventaba a su alrededor. Mientras tragaba una hogaza de pan, uno de los rednecks le lanzó una bandeja  directo a la nuca.

River la esquivó sin siquiera ver.

Luego, un reo –con un beso tatuado en la cara– se desbocó para estamparle un trancazo a River usando un periódico macizo enrollado como garrote.

El L.A Times se acercó al rostro de River, cortando el aire, hasta que se detuvo en seco.

Cara-tatuada ni siquiera vio a River moverse.

«La muerte no está en el menú.»


River abrió la mano y golpeó con precisión el cuello de cara-tatuada, haciendo que se rajara la cabeza con el filo de la mesa contigua al caer.

«Pero sí hay dolor para el postre.»

River se sonrió y tomó otro sorbo de leche.

Los porrazos de los guardias fueron tan torrenciales como la tempestad que caía afuera.

Para el momento en que River se encontraba de vuelta en su celda, SHU y la enfermería estaban atiborradas.

Todavía se escuchaban los gritos.

—No peleé —aseguró perturbado Samuel, su compañero de habitación.

—Ni yo —se mofó River.

A pesar de estos incidentes, River se recordó que la prisión era el mejor lugar en el que podía estar. Su ataúd de concreto. Enterrado en la monotonía. Muerto para el mundo.

«Un fantasma,» pensó. «Vivir en el purgatorio. Escapar del infierno.»

River se rascó la cicatriz que partía su ceja. Ya nada importaba, después de todo.

—No peleé —repitió Samuel—.Lo dirás, ¿verdad?

—¿Estabas en el comedor?

—Sí.

—Entonces estuviste en la pelea —asintió River.

—¡Dios! —exclamó Samuel poniéndose pálido—. Pero... Entenderán. Solo faltan dos semanas. Me iré con mi familia.

—Tienes sesenta. No te preocupes.

Samuel tomó una foto junto a su cama y se la mostró a River.

—Mi familia —dijo nervioso por lo que podía perder.

River la miró de soslayo.

—¿Cómo se llama el pequeño?

—Chris.

River se puso las manos detrás del cuello y dijo:


—Morirá.

Samuel se aseguró de tener la foto correcta en las manos. El pulso le temblaba.

—No digas eso.

—Todos morirán. Todo lo que amas… ¡Puf! Cenizas.

—No.

—“Quia pulvis” y toda esa mierda —dijo River volviéndose hacia Samuel.

—¿Qué es eso? —preguntó preocupado.

River lo miró con indiferencia.

—Al final, siempre estás solo.

—No puedes creer eso —negó Samuel con el ceño fruncido—. Debe haber alguien. ¿Esposa? ¿Hijo? ¿Hermanos?

River cerró los ojos. Casi no podía recordarla. Excepto por su sonrisa. Su sonrisa era diferente. Especialmente cuando eran niños, porque luego las sonrisas escasearon. Cuando aún no contaba siete, y jugaba a las escondidas en el patio de su casa, escucharla carcajear era el pan de cada día.

¡Y vaya que era una risa contagiosa!

River revivió las veces que abrazaba a su madre en la cocina. Él por el cuello; su hermana, por la cintura. Las tardes con vasos de leche achocolatada. Los días que recibieron a su tío Jayden con pancartas multicolores de bienvenida.

«Rain.»

—Nadie —respondió River.

Sin quererlo, se tocó la cicatriz en su mejilla.  Comenzaba a estar de ese humor en el que le provocaba perforar entrecejos con balas.

—¡River, fuera! —ordenó un guardia abriendo la celda.

—Llévate al vejestorio —dijo River con una sonrisa desdeñosa—. Él sí quiere salir.

—Jódete —masculló Samuel.

—No me importan sus problemas maritales —dijo el guardia—. ¡Fuera, River! Tienes visita.

«¿Visita?»

River echó un vistazo afuera. Nadie lo visitaba nunca. Pero si sus sospechas eran ciertas, esta no sería la última visita que recibiría hoy.

Continuará…

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Este jueves, regresa para descubrir qué pasó con Brit y su familia. ¿Por qué su hermano vomitó sangre? ¿Qué tiene que ver eso con River y los demás?
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El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
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