—Sabía que te
encontraría aquí, Kefás.
Lucas emergió de la
oscuridad, caminando pausadamente hacia las linternas que fracasaron en cortar
la gruesa penumbra que envolvía la basílica.
Sus ojos bebieron
hasta el más sutil de los detalles en la nave central; sus oídos distinguieron cada
clic de las pistolas SIG
Sauer P220 y los rifles SIG SG
550, que portaban los miembros del Servicio Vaticano de la Policía
Italiana y la Guardia Suiza.
Lucas se detuvo a
mitad de camino, no por las armas que le apuntaban o por las amenazas
proferidas.
Estando aquí, recordó la opresión que puede causar la intimidante
belleza de una obra como la Archibasilica
Sanctissimi Salvatoris. Especialmente ahora, cuando la lluvia había
ahogado al sol, y la descomunal construcción llenaba de miedo al corazón de los
hombres.
«Increíble lo que
puede lograr el talento humano cuando les inspiro», pensó Lucas sin evitar
sentirse orgulloso y decepcionado a la vez.
Vio el colosal ábside
hacia el fondo, los decorados de Borromi añadidos en el siglo XVI, y sacudió la
cabeza. La humanidad no tenía toda la culpa. El fracaso de sus hijos también
era suyo.
—Quieto —ordenó el oficial Dylan Stager—. ¿Cómo entró?
«Dylan Stager: Padre
de un bebé recién nacido. Su esposa se vio complicada en el parto. No tendrá
más hijos. Peca de soberbia y de gula. Odia a su padre por obligarlo a vestir
el uniforme».
—Paciencia, Dylan —Lucas
levantó las manos para que notaran que no escondía armas en su sencilla
indumentaria blanca—. Debo hablar a
solas con Mei Servus Servorum.
Lucas se acercó entre
las imágenes ciegas de los apóstoles a lo largo del lóbrego corredor. El aire
era frío y húmedo, apestaba al mismo miedo que infectaba a todo el planeta.
—No se mueva —ordenó
una voz fuerte a la derecha de Lucas, cerca del precioso altar del altísimo
sacramento.
«Alessandro
Goodpaster, veintinueve años. Considera casarse con su novia, Vreni. De seguir
juntos tendrían dos hijos, y él le sería infiel al cuarto año de matrimonio. Se odiaría por ello,» pensó Lucas al
reconocerle. «A pesar de todo, los amo».
—Un momento —dijo una
voz anciana, pero firme, detrás de la Guardia Suiza. A pesar de que se negaban
a abrirle paso, el papa los retó sin medir palabras. La determinación estaba
escrita en las arrugas de su rostro.
—No, su santidad —le advirtió Guy Reitnauer con voz frágil.
Lucas sintió lástima. Sabía
que Guy era un buen hombre, un buen guerrero. Solo que no estaba preparado para
morir.
—Tranquilo, hijo —dijo
el papa colocando la mano sobre el hombro protegido con armadura plateada de
Guy, antes de volverse a Lucas—. ¿Quién eres?
Lucas sonrió y se
ajustó los lentes de prescripción, para luego cruzar las manos detrás de su
espalda.
—¿El último rey del mundo
se esconde en su trono de mármol y mosaicos?
—No soy un rey —objetó
el papa.
—¿Acaso eso no es un
trono?
El papa le miró
desafiante.
—¿Quién eres?
—Salmos 46:10 —respondió
Lucas.
Todos lo miraron
estupefactos.
—“Estad quietos, y
conoced que yo soy Dios; Seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en
la tierra” —dijo el papa citando el Salmo.
Lucas lo señaló y asintió.
—Te mereces una estrellita dorada en la frente.
—Usted... —el papa se
quitó el solideo y pareció entender. Sus manos comenzaron a temblar. De pronto,
se veía terriblemente viejo—. Es responsable de la tormenta. ¿Cómo?
Lucas sonrió:
—“Entonces Israel hizo
voto a Jehová, y dijo: Si en efecto entregares este pueblo en mi mano, yo
destruiré sus ciudades. Y Jehová escuchó la voz de Israel, y entregó al
cananeo, y los destruyó a ellos y a sus ciudades...”
—Números 21, 1-3
—reconoció el papa.
—“Jehová tu Dios, él
pasa delante de ti; él destruirá a estas naciones delante de ti, y las
heredarás...”
Un par de miembros de
la Guardia Suiza se volvieron expectantes hacia el Vicario de Cristo.
—Deuteronomio 31, 3.
—Y eso es solo el
antiguo testamento —dijo Lucas encogiendo los hombros—. Podríamos estar aquí
toda la noche, pero las trompetas del apocalipsis están tocando mi canción y
quiero bailar.
—¿Por qué?
—Asesinar a sus hijos es la prerrogativa de todo padre.
—¿Tu nombre?
—Muchos. Últimamente... Lucas —dijo con serenidad.
—Hay gente muriendo
allá afuera —reclamó el papa.
—Y aún faltan muchos —dijo
Lucas—. Incluyéndole.
Los efectivos del
Servicio Vaticano de la Policía Italiana crearon una primera línea de defensa,
una barrera humana a prueba de balas para proteger al papa.
Por desgracia para ellos, Lucas no necesitaba balas.
Continuará...
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¿Sobrevivirá el papa? No
te pierdas este jueves la continuación de la batalla de la basílica en “El Infierno
de los Suicidas”.
El Infierno de los Suicidas por Christian Nava se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://navanieves.blogspot.com/.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://navanieves.blogspot.com/.
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